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El Rincón de las Letras: Ojalá fuera más dulce

El Rincón de las Letras: Ojalá fuera más dulce

Ojalá fuera más dulce

Dejo las llaves sobre el platito de plata del recibidor y miro al sofá manchado de rojo. Es un sofá en L, muy blando, porque a André le gustaba dormir allí los días de luna llena. Me da una punzada en el estómago e, incapaz de vomitar mis recuerdos, acabo tumbándome. La falda se me mete entre las piernas y la cabeza se me hunde en el reposacabezas. Me gustaría cerrar los ojos, pero las dos manchas gemelas que cubren toda la tela, resecas desde hace una semana, pero con apariencia de estar húmedas y frías, me observan. Y yo las devuelvo la mirada, y no veo nada. Solo rojo. 

No soy capaz de dormir. El chaquetón negro se ha arrugado y por la ventana pelean por atravesar la cortina los rayos del sol apagado. Ya anochece, y no duermo, no como y apenas respiro. Ya no suena ese pop inglés a veces relajado, a veces explotando en docenas de instrumentos sutiles, que tanto le inspiraba. Ahora solo suena el teléfono, siempre entre tres y siete veces, y luego se calla. Y vuelve a sonar. Y la casa se me cae encima. 

Ya es de noche. El Arno debe estar precioso este domingo: el puente iluminado reflejándose en el agua, las parejas caminando de la mano, haciéndose fotos. La piedra siendo la única testigo de sus arrumacos. Me ataca una envidia que rápidamente se traslada al estómago en forma de culpa. Me ruge la tripa y me incorporo. O puede que solo sea hambre. Vuelvo a tumbarme y divago entre reflejos de agua, luces de colores y un labio mullido que se dispone a comerme la boca mientras en el bolsillo de mi gabardina aparecen unas llaves: “Esta será nuestra nueva casa” “¿Cuándo la has comprado?” “Es mía, y ahora también tuya”.

De nuevo el teléfono. Pitidos repetidos, una vez, dos… Se detienen esta vez a la segunda, y me doy cuenta de que no son agudos y molestos, sino firmes y espesos, y que vienen del recibidor.

—¡Ellis! ¡Ellis, abre la puerta, por el amor de Dios!

Ya es de día. Trago saliva y me sabe la boca a sangre. Reconozco esa voz de grulla mareada de la tía Vic, esa ansiedad por una respuesta. No la tendrá. Qué injusto, ni siquiera tengo fuerzas para mandarla por donde ha venido de una patada. Joder. Escucho la cerradura abrirse y recuerdo aquel terrible error de darle una copia de mis llaves, “por si nos vamos de vacaciones, a trotar un poco por el mundo”. 

—Pero muchacha… —Se rasca la frente y me mira con desaprobación. Va embutida en un abrigo peludo y su cabello, muy blanco, está moldeado al estilo de los 90. Se ve ridículamente brillante en la oscuridad de la casa—. Aquí huele horrible. ¿Has comido algo? Ellis, te he llamado un millón de veces. Quítate eso ya, que tienes que levantarte. ¿Piensas quedarte así toda la vida? 

—Sí.

La tía Vic alza las cejas y su cara se torna de una rugosidad apergaminada. Se rasca la mejilla con una uña pintada de rosa palo y mira alrededor.

—Pues tendrás que comer. Y limpiar, o te van a devorar las hormigas. Tienes que superarlo, seguir adelante, ya sabes. Seguro que él está en un lugar mejor… —Al no escuchar mi respuesta, barre con la mano la superficie de la mesa, donde están los restos de los nachos con queso que André estaba comiendo antes de… Antes, y luego me mira—. Querida sobrina, ¿no vas a hablarme? Tienes que hablar con alguien, es bueno desahogarte. Venga, cuéntame.

—No.

—¿No? ¿Entonces…?

—No. Vete ya. Quiero estar sola.

Le veo de lado, porque aún estoy tumbada, pero puedo reconocer en su postura tensa su lucha interna entre irse de allí, porque no soy su hija ni nadie a quien quiera, o cumplir el compromiso que le retiene. Finalmente suspira, saca un Marlboro y lo enciende con parsimonia. Da una larga calada que llena la casa de un olor vacío y boquea como un pato. 

—Ellis, dime, ¿has llorado ya?

Parpadeo. Qué absurdo no haberlo pensado antes. Llorar, llorar sería tan satisfactorio. 

—No.

—Ay… Llorar es la base. Primero se llora, luego se limpia la sangre del sofá y luego, se intenta olvidar. André se ha ido, pero tú sigues viva, querida.

Se me abre la boca y comienza a faltarme el aire. Creo que voy a vomitar. 

—En fin, si no vas a hablarme es mejor que me vaya. Aquí solo molesto. Cuando necesites compañía solo llámame y estaré aquí en un santiamén. 

Alza la mano y da media vuelta. La oigo alejarse. La oigo detenerse cerca de la puerta. Mi corazón palpita acelerado, esperando el sonido de la puerta al abrirse y luego cerrarse, pero no llega.

—Ellis —No respondo—, Ellis, ¿me puedes explicar qué te ha hecho la cocina? Esto es un desastre… más que el resto de la casa, quiero decir.

Me esfuerzo por rotar los ojos del lienzo blanco que reposa sobre un caballete, junto a la tele, al pasillo a mis pies. 

—¿Qué?

—¿Has hecho magdalenas? Pensé que quien cocinaba siempre era… Bueno, da igual. ¿Puedo coger una?

Me froto los ojos. Veo la silueta a contraluz de la tía agarrando un bollito con forma de acerico con los dedos índice y pulgar. Le da un mordisco de paloma.

—Ugh. —También suena como una paloma. —Sí, ya entiendo por qué quien cocinaba era André. ¿Has confundido la sal y el azúcar, cariño? Está raro. En fin.

Está raro. Claro que está raro. Todo es muy raro. La tía Vic deja la magdalena en la encimera de la entrada, junto a las llaves, las dos canicas del viaje a Australia y el incienso de canela apagado. Se despide con un intento de alegría compasiva y un “anímate” barato y cierra la puerta. El silencio se mezcla con el humo. Es raro, muy raro. No recuerdo haber hecho esas magdalenas.

Continuará…

Alba Ardea

Alba Ardea

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Soy Alba, tengo 22 años y me describo como un intento de escritora y artista en proceso. Actualmente curso cuarto de Bellas Artes y sigo escribiendo sin parar mi tercera novela. Me encuentro dividida y aferrada a mis dos pasiones: la escritura y el arte plástico, y son de estos dos mundos, tan vastos como interesantes, de los que más voy a hablar y compartir en “El Rincón de las Letras”.

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