Trinchera de Sueños: Evocación del Amor
Evocación del Amor
Este es un relato personal pero creo que puede ayudar a las lectoras que vivan algo similar.
Belén Rojas Guardia
Ocultos en una umbrosa región de mi cabeza, mis recuerdos juegan al escondite. Van y vienen. Se asoman para esfumarse inmediatamente. ¡Tin tan, tin tan, ahí van! Cuando creo que tengo uno agarrado se escurre, desaparece y se metamorfea en otros recuerdos: distintos, remotos y a veces inesperados. En otros momentos tratan de confundirme ubicándose en esa tenue línea que separa el sueño y la vigilia ¿Habrán ocurrido tal como los recuerdo? ¿O acaso el tiempo los ha embellecido? ¿Los ha mutilado? ¿Son míos o pertenecen a historias de otras personas cercanas? ¿Los viví o los soñé? No lo sé. Como tantas cosas en mi vida son impredecibles, arteros, sinuosos. Cuando los busco se retraen, se camuflan. Cuando los evito y los trato de alejar se comportan como moscas bobas. Se repiten obstinadamente. Pero ahí están, revueltos en su desorden. Y yo cual paciente pescador preparo mi anzuelo y espero que caiga, con todos sus detalles, el que hoy les contaré.
Así es, acude presuroso un recuerdo que es evocación y es presente a la vez. Uno que cambió mi existencia y expandió de tal manera mi visión que ya nunca me conformaré con ver la vida en fragmentos. La vida es inconmensurable e infinita. Indivisible. Es océano y ola, hebra y tapiz. Así es, llega un recuerdo legado por mi mamá, el que difumina las tonterías e ilumina el camino.
Como les dije la memoria es frágil y caprichosa. Si me traslado a la infancia, no guardo recuerdos nítidos de mi madre; pero sí de mi padre, un encubierto aliado que fue desdibujándose poco a poco en la adolescencia mientras mi madre se hacía sentir con mayor fuerza. De ella emergen los típicos conflictos femeninos cuando ya no era niña ni tampoco mujer: «ese vestido te queda fatal» alicaída yo le respondía: «pero mami, si ya no tengo tiempo de cambiarme», entonces agregaba la guinda: «bueno, te lo digo por tu bien». Había cercenado de un solo golpe la exigua autoestima que posee una adolescente.
Ya en plena juventud intentó, sin una segunda intención, prevenir cualquier tipo de fracaso transmitiéndonos sus inseguridades y temores. El fardo de creencias de las mujeres de su época. Cada vez que escuchaba sus anticuados consejos, sus innecesarios recelos, sus prejuicios sentía una rabia incontenible contra ella. Una cólera teñida de desamparo. De incomprensión. Entre ella y yo no había manera de entendernos. Paradas ante un abismo no lográbamos tendernos la mano.
Sí, era mi madre y sí que era un apoyo. Vaporoso, incluso impalpable pero firme y yo lo sabía. Nos amaba con un amor, al menos para mí, salpicado de sus propias carencias. De alguna difusa manera la quería mucho. Era mi mamá ¿Y quien no quiere a su mamá? Era muy bella quizás más de lo normal. Se esmeraba en cuidarnos y en que fuéramos felices. Claro, su concepto de la felicidad era muy personal pero sincero y cargado de las mejores intenciones. Así era mi madre. La típica esposa y madre de los años cincuenta, la joven mujer en un país provinciano que quería saltar al primer mundo.
Puedo decir que este preámbulo de nuestra relación, se fue agudizando con los años, aunque las constantes esenciales se mantenían. Había amor y había diferencias. Había aquiescencia y había controversia. Las distancias no eran físicas sino emocionales. Mi madre y yo pisábamos terrenos distintos y épocas contradictorias. Yo bebí de la revolución, el hippismo y la libertad sexual. Ella del culto a la virginidad, las buenas maneras y el matrimonio para toda la vida.
Mientras yo avanzaba hacia la madurez y el éxito profesional, los papeles entre nosotras dos se fueron trastocando. Y la que enjuiciaba, criticaba y peleaba era yo. Estaba engreída, falsamente crecida viendo como ella envejecía y se hacía cada vez más dependiente. El poder había pasado de manos. ¡Qué ciega, dura e insensata fui! ¿Cómo desestimé la compasión? Cómo fui incapaz de entenderla, de ver a la pequeña niña humillada caminando frente a sus compañeras con las sábanas mojadas de orines, a la pequeña llena de terrores, a la joven mujer con cinco niñas y un varón, a la madre de un niño discapacitado que cubrió con un manto férreo de protección, a la esposa de un hombre bueno que en su vejez se alcoholizó, a la mujer que también se acercaba a la ancianidad… a su desamparo y a su infinito cansancio.
Durante mucho tiempo creí que yo no había cumplido sus expectativas, ni ella las mías. Ahora, y ustedes verán por qué, ya no lo creo. Sí que las cumplimos las dos. Han sido muchos años, demasiados diría yo, y tantos los sucesos, los cambios, los vaivenes, tristezas, alegrías, decepciones, triunfos y vivencias. El sube y baja de la vida, en mi caso, como supongo que en muchos otros, ha tenido una intensidad tal que rompe cualquier viviómetro (instrumento inventado por mí que mide las sacudidas, ajustes, caídas y despertares de la vida).
Entre el momento de mi nacimiento, del cual lamentablemente no tengo memoria y el momento de mi despedida, que estoy preparando con mucha pasión y dedicación, hay de todo. Mi disco duro está lleno y a veces le cuesta que afloren las memorias. Gira, gira y se queda parado. Buscando un nombre, un dato, un suceso que no aparece. Permanece en ese oscuro limbo que llamamos la punta de la lengua. Por mí lo dejo tranquilo. No pasa nada. Eso sí, debo decir que mi deliciosa familia, amigos, amores y compañeros me conocen y de ellos depende que permanezca o no en sus memorias.
Sin embargo, hay un momento de mi vida que considero memorable. Que quiero contar con la mayor precisión posible. Y ese momento tiene que ver con mi madre. Ella sí que me enseñó la transición entre el único hecho seguro que tenemos al nacer: la muerte. Esa experiencia es de una naturaleza tan extraordinaria, una vivencia tan profunda y dulce a la vez, que cada día la rememoro para darle presencia en mi vida. La ilumino.
Los últimos cinco años de la vida de mi madre, quien llegó hasta los noventa y tres años, los pasó acostada en su cama. Al inicio con muy escasas levantadas para ir al baño. Luego no volvió a levantarse más y tuvimos que alquilar una grúa para lavarla, cambiarle su pijama, pañales y sábanas. A su lado tenía una muchacha que en realidad era como un ángel que la cuidaba con dedicación y esmero, mejor que cualquiera de sus hijas e hijo.
Durante esos años, los únicos días que nos tocaba cuidar a nuestra madre eran los fines de semana o los días en que su cuidadora salía o vacacionaba. Yo lo sentía como una labor que hacía con desgano arrastrada por una hermana que era todo ternura y calidez. Admiraba su forma amorosa de tratarla, cuidarla y consentirla. Gracias a ella mantenía un contacto permanente con mi madre, pero no puedo evitar decir que me irritaba verla entregada a una vida que no era vida. Al final casi no hablaba ni escuchaba música y pedía lo único importante para ella; ahora lo veo con claridad: calor humano, «por favor, ráscame la espalda» me decía y yo la complacía con una vacilante benevolencia.
Como es lógico, durante esos años y postrada en una cama como estaba mi madre, muchas veces nos llamó su cuidadora para decirnos que estaba convulsionando, que ella la veía muy decaída, que no quería comer. Muchas veces tuvimos que internarla en la clínica. Muchas veces corrimos de la casa al hospital. Muchas veces llamamos de urgencia a su médico de cabecera. Pero allí seguía. Y yo sabía que no había llegado su momento. Lo sabía perfectamente por más alarma que hubiese.
Pero la tarde en que nos llamó para decirnos que nos fuéramos de urgencia, supe inmediatamente que esta vez sí era su final. Lo supe con toda certeza. Salimos de carrera las hermanas que estábamos cerca de su casa y al llegar vi en su mirada una débil resistencia, seguía aferrada al hilo de la vida pero estaba agonizando.
Fue una noche que nunca podré olvidar. Una noche que describe la situación sanitaria de mi país. Pedimos una ambulancia con oxígeno y estuvimos recorriendo más de siete hospitales que no la podían recibir en emergencia. Falta de camas, falta de instrumental, falta de personal. Finalmente, en la madrugada, terminamos en las instalaciones de un servicio de medicina ambulatoria donde aceptaron internarla unas pocas horas hasta el amanecer. Su estado requería de oxígeno y sueros. Recuerdo que nos quedamos sentadas medio adormiladas esperando el nuevo día.
A la mañana pudimos ingresarla en un hospital. ¡Fue un alivio!, aunque mi mamá estaba en un estado casi comatoso, con los ojos cerrados y signos vitales muy débiles. Yo, el destino lo quiso así, me quedé con ella. A su lado, aunque ella continuaba en coma, fui yo, la hija rebelde, quien la acompañó. Muchas veces he pensado que nada sucede por azar. Y ahora, doy gracias infinitas por haber estado a su lado. El médico que la examinó nos dijo claramente que su deceso sería cuestión de horas, por lo que decidimos regresarla a la casa acompañada de los suyos.
Esa tarde cuando volvió del hospital, se quedó acostada somnolienta y aislada de este mundo. De pronto comenzó con un quejido muy profundo, abrió los ojos de par en par y allí lo que yo vi y todos vimos, reflejado en su mirada, fue el terror. Cada uno de nosotros le habló dulcemente tratando de trasmitirle tranquilidad, calmarla y eliminar su miedo. Le dijimos que podía marcharse en paz, que ella se encontraría con sus seres queridos que la estaban esperando… Pero ella continuaba mirándonos o mirando algo horrorizada y no dejaba de emitir gemidos. Era pánico en estado puro. Yo estaba sobrecogida y creo que todos vivimos una experiencia terrorífica. La impresión debe haber sido tan intensa que la recuerdo interminable. No se cuanto duró, pero para mi fueron muchas horas. Al rato dejó de quejarse, cerró los ojos y se quedó adormecida, pero continuaba viva y su corazón latía débilmente.
Llegaron una enfermera y dos paramédicos que habíamos llamado y observaron que se había desconectado del suero y no había manera de conectarla. Estábamos ante un dilema que no supimos manejar. Que nos sobrepasó y nos llevó a cometer errores. En ese momento no sabía lo que ahora sí sé, que el cuerpo se desconecta y no necesita alimentarse. Que ya entró en un estado más profundo de expansión de la consciencia. En otro nivel y no siente dolor ni siente nada. Eso no lo sabíamos y tomamos la decisión de volver a llevarla al hospital para que la conectaran al suero. Nuestra ignorancia del proceso de la muerte era enorme. Ahora sé que lo que nos mostró mi madre esos días, más lo aprendido, es una brújula para entender un acto hermoso y bien organizado de alumbramiento, del despertar de la consciencia, de la transición a un plano superior.
Ya en el hospital, mi hermana mayor y yo nos quedamos a su lado en un espacio de sosegada espera mientras llegaba el cirujano. Mi hermana le cantó una de sus canciones favoritas mientras yo, que canto muy mal, comencé a tararearle Lindo capullo de alelí. Entonces abrió los ojos y me miró serenamente. Sus ojos eran hermosos y bondadosos. Tuve una extraordinaria sensación de que me había conectado con ella y sentía su placidez, su ternura, su inmenso amor. Éramos una unidad. Me invadió una sensación de plenitud y dulzura infinita. Estábamos navegando por la profundidad que nos sostiene y nos une a todos. Qué nunca muere. Qué es eterna. Fue un momento de una belleza tal que no hay palabras para describirlo. Es el regalo que reciben todos los que están al lado de una persona en su transición hacia otra vida. Mi mamá me lo dio y y yo lo recogí para poderlo trasmitir hoy.
Han pasado varios años y ese instante quedó grabado a fuego en mi corazón. Es un fulgor que permanece en la memoria y se aviva cada vez que lo rememoro. Sus ojos, su elocuente sonrisa, sus hermosas facciones fueron un foco que iluminó todo el espacio y me sumió en un inefable goce. En sus ojos había un «hasta luego». No, no fue un adiós, fue la mirada de quien sabe que volveremos a encontrarnos. Vi el desprendimiento y la entrega. Vi la quietud, la placidez de quien atraviesa un portal con alegría y determinación. En ese instante sobrecogida por tanto amor supe que los inútiles años de incomprensión y discusiones que nos habían alejado se esfumaron, borraron y extinguieron. Que ese milagro ocurrió durante los fugaces segundos que trascurren entre un corazón que late y un corazón que deja de latir. Son portentosos destellos de total plenitud y presencia.
Su muerte fue una lección incomparable. Por eso la cuento. Por eso me preparo. Por eso estoy lista.
Me llamo Belén, nací en Venezuela. Me licencié como antropóloga y luego realicé una maestría en Relaciones Internacionales, por lo que me dediqué a la diplomacia durante más de 25 años. El año 2004 fui designada Cónsul General en Barcelona. Una vez terminada la misión regresé a mi país y cuatro años más tarde volví a Barcelona con una nueva profesión: editora y escritora.
El mundo de los libros se convirtió en mi nueva pasión y, junto a la periodista mexicana Sonia García García, fundé la empresa de coedición y servicios editoriales BiblioMusiCineteca Edicions. A partir de hoy puedes seguirme y conocer algunos de mis escritos en mi sección: “Trinchera de Sueños”. Te espero.
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