—Por favor, no te vayas, por favor te lo ruego no te vayas hoy mi amor. No te vayas,, no me dejes… Por favor… por favor… no te vayas…, no. Te lo pido de rodillas —sin poder contenerse ella lo manipuló con descaro—. ¡Si te vas me mato! sin ti no puedo vivir, no lo soportaría… —este último ruego fue languideciendo, apagando, agónico hasta quedar totalmente en off .
Él continuó impasible recogiendo y colocando su ropa; sin doblar, mezclando lavada con sucia junto a sus tenis, en un maletín de mano. Metió su ordenador con todos los cables en el bolso grande y el mouse en otro más delgado. Fue al baño y recogió su cepillo de dientes, su peine y sus colonias. Estaba mudo, decidido, con el ceño fruncido y los ojos apagados. Su cara parecía tallada en piedra. Rígida, grisácea, la comisura de sus labios había tomado una curva descendente. Se movía en automático sin hacerle caso a la mujer que lloraba e imploraba desde la cama. No la veía ni quería verla. Se pasó la mano por la frente y vio que tenía unas pequeñas gotitas de sudor frio, se las secó con una toalla del baño y se agachó para recoger un calcetín que se le había caído en el suelo.
Impotente, viendo que sus lágrimas y súplicas no obtenían respuesta, que chocaban ante una muralla de insensibilidad y orgullo, la mujer se secó las lágrimas con impetuosa furia, levantó desfiante la mirada y se erizó como una gata en celo para transformarse en lo que siempre había sido: una bruja, una maga, una diosa.
De sus airados ojos brotó una llamarada intensa, un relámpago de fuego que cruzó el espacio y, con la agudeza de un dardo, golpeó al hombre en la espalda.
El hombre se removió al sentir el chispazo, el calor de la llama que le produjo un leve dolor. Dio media vuelta para ver que era lo que lo había atacado, para conocer el origen de ese misterioso rayo. Entonces, lo que vio sobre la cama lo dejó helado, sin habla. Con una mezcla de asombro y fascinación, de estupefacción. Se frotó los ojos, se dijo entre dientes: «estoy soñando, estoy alucinando». No podía creer lo que estaba viendo: la débil mujer despeinada y llorosa que hacía minutos le imploraba que se quedase, que no se fuera, que no la abandonara y escuchara sus súplicas. La frágil y humillada mujer que él había rechazado estaba transformada en un ser luminoso, centelleante, mágico. Un ser vibrante, envuelto en una aureola de luz blanca, de una belleza de otro mundo. Seductora y deslumbrante comenzó a llenar todo el espacio de un fragante y conocido aroma: el olor de la feminidad.
El hombre cayó de rodillas, todavía sin habla se quedó mirándola, extasiado. La vio como se incorporaba de la cama, cómo se movía con una gracia danzarina semejante a una levitación. La mujer flotaba en medio de su halo de luz. Ella se fue aproximando con los perezosos movimientos de una nube hasta llegar a su lado y allí se detuvo, muy cerca, atravesando el espacio vital del hombre. Allí se detuvo, y allí comenzó a irradiar el poder que había heredado de aquella que la antecedió: la Lilith de los libros sagrados.
El hombre percibió la energía que brotaba de su compañera. Notó que todo él se suavizaba, se apaciguaba, se endulzaba. Sintió que aún sin tocarse estaban en perfecta comunión, ella le estaba trasmitiendo algo, una especia de sustancia sutil, etérea, inefable. ¿Qué era? ¿ondas, rayos, chispas? Imposible definir. Era como una traslúcida y vibrante culebrilla que ella manipulaba con la maestría de las diosas cretenses, una serpiente ondulante que mutaba cambiando de colores y los iba envolviendo a los dos, los acordonaba y enrollaba acercándolos cada vez más, los oprimía descomponiéndolos en millones de partículas subatómicas: átomos, moléculas, neutrones, electrones, nucleones, que se unían y desunían como amebas del océano primordial hasta formar un solo ser con dos personas; el misterio de la unidad de los opuestos.
Pasaron minutos, ¿horas?, no se sabe y nunca se sabrá cuánto tiempo pasó. El tiempo se alargó y también se fue deshaciendo hasta desaparecer. El hombre olvidó que era un ser masculino, dejó a un lado el orgullo, olvidó los agravios, olvidó todo lo que había sucedido: la pelea, la discusión que lo llevó a hacer su maleta, el disgusto, los malentendidos se fueron volando al viento como hojas de otoño, como aves migratorias que no regresan más. Se congració con la mujer, su compañera, su amante, su otra mitad. Ella lo había impregnado de una plenitud que era mucho más deliciosa que todos los orgasmos que habían disfrutado cuando hacían del sexo un ritual portentoso. Le había trasmitido la fuerza del amor primordial, del amor que está más allá de toda comprensión, de toda explicación. Del amor que una vez se siente nunca más se olvida. Del que arrastra todo lo que nos empequeñece, todo lo que nos ciega, lo que nos entristece, nos amarga y nos aleja del vivir.
La luz del atardecer comenzó a languidecer y la oscuridad se asomó a la ventana del dormitorio dejando pasar débiles rayos de luna que presagiaban la noche. El hombre y la mujer se avivaron, sintieron como un despertar, como si todo hubiese sido un sueño real. Restregándose los ojos, comenzaron a moverse, a tocarse, a verse. «¿Eres tú?» le preguntó él. «¿Sigues aquí, a mi lado?» le preguntó ella. Plenos de una nueva sensación de intimidad, de seguridad y acoplamiento se miraron como si se vieran por primera vez.
Esa noche, cuando la magia dio paso a la normalidad, cuando el hombre y la mujer recuperaron sus figuras de seres humanos ordinarios, ya el milagro se había cumplido. Como habían sido tocados por la chispa del amor ancestral ya nunca volvieron a ser lo que habían sido antes. Ese fue el condimento que aderezó la cena que ella preparó con delicado esmero escogiendo manjares y sabores que él apetecía. Bailaron y escucharon la música que cimentó su unión; sones cadenciosos del país de él, tonadas y canciones del país de ella. Más tarde se fueron a la plaza mayor a ver los fuegos artificiales que cubrieron el cielo de coloridas luces, escucharon los retumbantes sonidos de cohetes celebrando el patrón del barrio. Felices caminaron por las calles desiertas y tomados de la mano pudieron ver el cielo rebosante de estrellas mientras volvían a la casa.
«Te amo», le dijo el hombre mientras ella se desnudaba y se tendía sobre la cama, «te amo» le dijo mientras la abrazaba y la cubría de besos. «Te amo» le murmuró mientras acariciaba lentamente sus firmes pezones, mientras iba abriendo con delicadeza y lentamente las zonas donde habita el placer, «te amo» le susurró al oído mientras la penetraba.
Entretanto la mujer sonreía. No emitía palabra alguna, una enigmática placidez la embargaba, apenas producía los dulces sonidos que anteceden el clímax… Sonreía y sonreía recordando lo que ella es, lo que siempre ha sido, lo se manifestó como su verdadera esencia: una misteriosa diosa… una poderosa hechicera, una maga sabia… ¡la mujer maravilla!