Hola de nuevo, continuando con mi aventura en París.
El segundo día fuimos a perdernos por el Louvre, llevaba un documento para certificar que soy profesora de Artes, por lo que encima, entré gratis.
Recorrer uno de los museos más importantes del mundo. Parándote en aquella obra que te enamora, por el tiempo que quieras. Contemplar con humildad a la Victoria de Samotracia. Rodear a la Venus de Milo, llorar ante La Balsa de la Medusa o gritar interiormente viendo a La Libertad guiando al pueblo de Delacroix, con la canción Ay mamá, de Rigoberta Bandini, todo el rato en la cabeza. Dos días antes, en clase, les explicaba a mis alumnos de bachillerato estos dos inmensos cuadros. Verlos ahora en directo, sin duda, era una explosión para mis sentidos. A la vuelta, podría contarles detalles que por las imágenes digitales no había percibido. Intentar acercarme a La Gioconda y ver a todo el público dando la espalda a la colosal obra Las bodas de Caná del gran Veronese.
Todo parecía magia y aún no era consciente del paso que estaba dando, no solo profesional, sino personalmente. Sentí que lo que estaba haciendo me hacía feliz. Solo yo me había puesto barreras siempre, pero ahora, quería viajar y conocer in situ todo aquello de lo que estoy enamorada. Poner en práctica aquello a lo que he dedicado mi vida, el Arte se siente en directo y así es como hay que admirarlo.
Varias horas después, los pies rotos y el corazón contento, quisimos ir al D’Orsay, pero la cola era tal que hubiésemos entrado a la hora de cerrar. Siempre es bueno dejar atrás algo grande, para querer volver pronto. Por lo que nos marchamos a embriagarnos del gótico más puro en la Sainte Chapelle. Sus vitrales son algo celestial, de otro mundo, si el paraíso existe, sin duda debería tener esa luz y esos colores. Pero ¿Y el suelo? nadie miraba hacia abajo, ¿alguien se fijaba en el suelo? me ocurrió como ante Leonardo y Veronese, nadie miraba el suelo y sin lugar a dudas estábamos pisando una joya.
Siguiente parada para acabar el día, la Torre Eiffel, para ver el espectáculo de luz y tomarnos unas cervezas sentadas en el césped de la explanada de Champ de Mars, el ambiente, de nuevo increíble.
Al día siguiente, nos esperaba el barrio de los artistas, Montmartre y, como no, la Mouline Rouge. Galerías y librerías de todo tipo nos asaltaban por el camino. Llegamos a la Place du tertre, Plaza de los Artistas, donde desde finales del XIX se reunían los pintores, la mayoría retratistas. Uno incluso me cogió de modelo, fue divertido ver como me dibujaba, mientras me bebía un cóctel bastante bueno, por cierto.
Después nos fuimos a la Basílica de El Sacre Coeur, construida en el siglo XIX, con un estilo románico-bizantico, que se erige como uno de los edificios más emblemáticos de París. En su interior, un gran Pantocrátor se apodera de todo el espacio. Me emocionó terriblemente, pero quizá el exterior, el gran mirador que se abre tras sus puertas fue más estremecedor. Sentarte en las escalinatas a contemplar la inmensidad de la ciudad, fue algo que siempre recordaré. Respirar, liberarte, mirar hacia el infinito, la ciudad más allá de lo que la vista alcanzaba.
Entre un lugar y otro, guiada por mi mejor cicerone, mi sobrina Ale, que se movía por el metro como pez en el agua, con una naturalidad que solo la juventud y la valentía permiten tener. Creo que si hubiera ido sola, aún seguiría perdida por esos túneles infernales. Jamás me había gustado el metro, quizá tampoco los aviones, una cierta claustrofobia me impidió en su momento, hace ya bastantes años, subir a la cúpula de Santa María dei Fiori, esas escaleras tan estrechas y esa masa humana eran incompatibles para mantener mi respiración. A partir de este viaje a París crecí como persona, me hice más valiente y superé en parte mi terrible claustrofobia. Viajar junto a una persona como ella, me cambió mi perspectiva.
Mi debut internacional comenzó en París y continuó por Burdeos Y Berlín, a los que dedicaré otro post. Me queda lanzarme a la conquista italiana, país más visitado y admirado por mí, pero nunca como excusa de mis exposiciones.
Ahora que han pasado dos años lo miro con perspectiva y realmente pienso que todo ha valido la pena y que ojalá mi pasión me siga abriendo puertas. Viajar se ha convertido en una droga de la que no quiero escapar. Ya me quedan menos años y cada vez encuentro más destinos, sola o acompañada quiero dedicar la vida a conocer el mundo en el que vivo. Antes de emprender el último viaje.