Un muro es una construcción vertical que sirve para separar un espacio de otro, delimitando o proporcionando seguridad y refugio. Su material y grosor son elementos que dificultan su derribo e impiden que podamos ver a través de ellos. La tipología de un muro es muy variada: existen muros de carga, de contención, de mampostería, de adobe, de cortina, etc.
Tranquila, no pretendo darte una lección de bricolaje. Soy de las que, en hora de plástica, apenas conseguía pegar las yemas de sus dedos con Super Glue, mientras el resto del aula había concluido el collage.
A lo largo de la historia son numerosos los muros construidos por diferentes naciones o sociedades; por suerte, también los derribados. Seguro que te suena el muro de Adriano, las murallas de Ávila, la Muralla China o los más actuales y vergonzosos; el Muro de Berlín, el muro edificado por Donald Trump entre EEUU y México, o el muro de concertinas y alambres que separa Ceuta del Estado de Marruecos en la actualidad.
Otras construcciones, aun siendo de menor envergadura, presentan una gran resistencia como los muros de nuestra mente (falsas creencias, prejuicios y miedos) que actúan como barreras en nuestro proceso de crecimiento y aprendizaje.
La semana que concluye ha estado protagonizada por un muro de papel, de escasa capacidad de resistencia física, pero que ha obstaculizado mi caminar rutinario. No ha sido edificado por una gran constructora, sino establecido por la Administración educativa. Me refiero a la burocracia; a ese conjunto interminable de papeles, informes, dosieres, actas, solicitudes, etc. que se interponen entre el profesorado y sus alumnos/as. Durante todos los años que llevo trabajando en Educación (ESO y Bachillerato), el grueso de papeles no ha hecho sino aumentar. Los centros educativos se han convertido en espacios de aprendizaje gestionados de modo empresarial; en los que la estructura (sectores, jefes, directores de proyectos) y los intercambios de información se tramitan mediante emails, citas, plataformas de registro, reuniones, informes e infumables tablas de datos. Esta infinidad de tareas administrativas actúan como barrera o muro que impide ver con claridad el objetivo último del trabajo docente: ser y estar junto al alumnado. Este tabique es una barrera infranqueable que “ha llegado para quedarse”, como la nueva LOMLOE.
Te planteo el siguiente símil visual. Sígueme. Piensa en un aula escolar (en realidad no han cambiado mucho a como tú la recuerdas. Simplemente, añade una pantalla digital y una maraña de cables), con su pizarra, sus pupitres, la mesa y las sillas pertinentes. Un profesor entra en ella y saluda a sus alumnos/as que, desde sus pupitres, le miran con atención, tal vez con cansancio y/o aburrimiento supino. A continuación, el profesor comienza a sacar de su maletín fajos y fajos de documentos (no es papel-moneda, precisamente). El maletín de un profe es como el bolso de Mary Poppins; nunca sabrás lo que pueda contener (he visto caramelos, pañuelos, clips, tizas, cuadernos, ordenadores, pen-drives, abrecartas, tazas, cucharas, etc. salir de los lugares más recónditos de la cartera de un profesor). Poco a poco los folios se van apilando al frente de la mesa del docente. Con cada nuevo grupo de papeles, el muro se agranda. Las lluvias de octubre y los vientos de principios de noviembre se llevan volando gran parte del papeleo; pero con el invierno, el muro se endurece y los bloques de folios se convierten en ladrillos fosilizados. Poco a poco, los documentos y otros textos, generados para la Administración, impiden ver al alumno, que sigue en su puesto, advirtiendo cómo el profesor queda oculto tras la inmensa pared de aburrida burocracia. Alguno pensará “en nada, lo perdemos de vista”.
Ayer por la mañana, en la fila única de un registro civil, me deshice de un gran bloque de papeles que formaban parte de este muro y eran responsables de mi falta de sueño reciente. Así, abrí una pequeña ventana en esta barrera de papel que se había ido formando frente a mí. Y en el mismo momento en que, por fin, pude asomarme por el hueco de la construcción y tomar contacto con el otro lado del aula, me asaltaron varias preguntas: ¿Cómo es posible que unos pocos documentos me hagan perder el rumbo y el motivo de tanto esfuerzo y dedicación? ¿Me he olvidado, rellenando papeles, de lo importante? ¿Por qué o por quién me dedico a esta profesión? ¿Quiénes son los protagonistas de mi trabajo diario?
Reflexionando sobre esta pila de informes y agobios, una buena amiga me recordó la importancia de la vocación en nuestro trabajo; de buscar siempre el norte y de no caer en la deriva facilona de dejarse llevar. Siempre hay que seguir remando, alejada de pilotos automáticos; y, a ser posible, hacia nuestros alumnos/as. Entonces pensé, un muro de papel fácilmente se puede derribar; un poco de agua y se disuelve; un viento fuerte y se desparrama. Si el muro se solidifica deberemos utilizar una potente herramienta: una palabra a tiempo, un gesto de apoyo o un abrazo suelen amedrentar la resistencia de muchas barreras. Simplemente, hay que recordar que lo urgente no nos puede impedir ver lo importante; y que la disciplina, la preparación o la novedad no sustituirán nunca a la vocación. Si queremos una educación de calidad para nuestros hijos/as, debemos evitar la construcción de muros que nos impidan, no ver, sino mirar; atender al otro que se nos presenta frente a frente. Míralo, lleno de inquietudes, de miedos y de preguntas por resolver. Ahí es donde quiero estar, no en el otro lado de la frontera, tejiendo muros de papel. ¿Me ayudas? Coge aire y sopla fuerte… GRACIAS.