A veces a la vida, o al destino, no les vale ponernos un bache en el camino, si ven que salimos de él sin una “moraleja”. No era suficiente tener que adaptarme a una vida “normal” con una cadera limitada en movimientos. No poder realizar muchos de los ejercicios de gimnasia que requerían flexibilidad de algún tipo, correr a gran o mediana velocidad, o incluso ejercicios de equilibrio sobre mi pierna derecha.
Me adapté bien a todo eso, incluso lo disimulaba con clase, y nunca ningún compañero me llamó coja, aunque a veces cojeaba. Pero lo que me tocó incluir a mi “tara” de nacimiento, lo llevé bastante peor, y me hizo sentir “complejos” que con mi cadera nunca había sentido.
No sabemos si mi pectus excavatum viene también como tara de nacimiento que salió más adelante, o si fue causada por una caída con la bicicleta, al clavarme el manillar en el esternón. Lo que sí tengo claro, es que lo vieron a raíz de un golpe con la bici y los médicos decidieron que había que ponerme un corset para que el hundimiento en mi parte derecha del pecho no fuera a más. Ahí tenía 10 añitos.
Sinceramente, creo que fue el año y medio más perdido de mi larga y feliz infancia, ya que ese corset, que lo único que hizo es marcar negativamente esos 18 meses, no sirvió para nada. Mi capacidad pulmonar sigue siendo inferior a lo normal, al mismo nivel que cuando me lo vieron, o incluso, podría aventurarme a pensar que lo empeoró.
También diré a su favor, que forma parte de mi historia y que ese periodo influiría de igual forma en mi manera de ser y en lo que soy, por lo que es importante contar esa anécdota de mi vida, a pesar de que no traiga buenos recuerdos.
Sumemos a mis limitaciones de la cadera, las nuevas limitaciones que me produjo tener durante año y medio ese corset. Porque no era un corset como los de la película “Lo que el viento se llevó”, de tela que se ataba y ajustaba con cordones, y que podías dejarlo más o menos justo, dependiendo de lo que habías comido, o del deporte que fueras a practicar, o quitártelo para dormir… Era un corset duro, de material parecido a una escayola. Sí, lo que te ponen cuando te rompes un hueso para que no puedas mover nada, absolutamente nada.
Durante ese tiempo no podía atarme los cordones de los zapatos, ni ponerme unos calcetines. No me podía lavar la cara sin dolor de brazos, ya que se me clavaba el corset en las axilas al hacer aquel movimiento. No podía mirar para atrás, sin darme la vuelta completamente. No podía dormir de lado, ni boca abajo. No podía correr, ni hacer la mayoría de ejercicios de gimnasia en el colegio: volteretas, saltar el potro, abdominales.
Y, qué hacía cuando me picaba algo que estaba cubierto por el corset. Al final, una se adapta a todo, y saca el “Mcgiver” que lleva dentro. Con una aguja de punto se llega a todos los sitios. Que me picaba la espalda, aguja de punto metida desde la abertura del cuello y a tirar para abajo, hasta encontrar la parte del picor. Que me picaba la barriga, ahí tenía que tener más cuidado porque era muy probable que antes de llegar a la parte del picor, me rasgara muchas otras partes…
Pero lo peor de todo era su apariencia. Lo llevaba debajo de la ropa, pero se notaba. Se notaban sus tornillos gigantes, sus bisagras, y me hacía parecer un “robot”. Sí, un robot por mis movimientos robotizados, y por las tuercas y tornillos que se podían apreciar a través de mi ropa.
Aun puedo acordarme del olor que desprendía ese material, un olor a cuero quemado. Por no hablar del olor que desprendía cuando terminaba de entrenar a baloncesto. Porque como he comentado antes, no me lo podía quitar para nada. Sólo para bañarme… Por lo que el baño se convirtió en mi momento favorito del día, durante ese año y medio.
Cada dos meses íbamos al ortopédico para que hicieran un nuevo molde de mi corset, porque con diez y once años, cada mes, en una niña, se notaba.
Y el corset se quedaba pequeño y empezaba a hacerme heridas en las axilas, hombros, caderas, y parte baja de la tripa y la espalda, que eran las zonas donde esa monstruosidad terminaba y se clavaba en mi piel.
Aun así, una vez más, puedo decir por experiencia propia, que las niñas nos adaptamos a todo, en cualquier circunstancia. Y conseguí hacer una vida lo más normal posible. Me gané el respeto de todos mis compañeros de clase que jamás me dijeron ni una mala palabra ni se metieron conmigo por ninguna de mis limitaciones, ni por mi apariencia robótica. ((Gracias compañeros de Pablo VI de Ávila, me tratastéis fenomenal y os llevaré siempre a todos en el corazón)).
Mi poder de adaptación consistía en intentar hacer todo como los demás. Aunque me costara más hacerlo, me doliera, o incluso me hiciera heridas que había que curar cada vez que llegaba a casa.
Un ejemplo claro de lo que me costaba hacer las cosas con ese corset, lo tengo con el baloncesto. Por nada del mundo ese trozo de “cuero duro” iba a dejarme sin mis entrenamientos y partidos de baloncesto. Mis limitaciones de cadera no habían conseguido pararme, este problema tampoco lo iba a hacer. Me quedaba cada tarde, al salir de clase, a jugar al baloncesto, o a entrenar si tocaba. Y aunque no podía casi correr porque era muy difícil mantener el equilibrio con una cosa rígida que te cubre todo el torso, me dedicaba a comenzar los contraataques o a darles pases largos a mis compañeras para que finalizasen ellas con una entrada a canasta. Y para defender, en posición anómala y como un auténtico robot, hacía todo lo que podía.
El baloncesto es un deporte donde los brazos tienen un papel fundamental, y la parte alta de mis brazos se llenaba de heridas cada tarde, debido al roce del corset con esas partes: al realizar los pases, al tirar a canasta o al defender… Pero a mi me hacían feliz esas 2 horas de baloncesto al terminar el colegio.
Fueron dieciocho meses duros, donde sí llegué a sentirme vulnerable en muchas ocasiones, y alimenté complejos que antes ni había notado. Complejos relacionados con “lo que pensarían los demás de mi” al verme con ese corset, al ver que no puedo hacer las cosas que ellos hacen,… Pero salí adelante, intenté esforzarme cada día para hacer las cosas como el resto. Y lo conseguí. Y esa etapa me hizo más fuerte y me influenció mucho en mi YO de ahora.
Y tú, amig@, ¿te has sentido así en algún momento de tu vida?, qué situaciones te han enseñado lecciones de vida. Me encantaría que me dejases tus comentarios abajo y me contases lo que piensas. Ahora es tu turno.
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