¡Deseo tanto que todo termine! Nunca te lo he dicho pero estoy harta, muy harta, hartísima de hecho. Ayer me derrumbé cuando te metían en la ambulancia; tú claro, ajeno a todo, como siempre.
He pasado la noche en vela, otra más. Ni siquiera me han permitido estar en el box contigo. Fuera. Seis horas sentada y tiesa en un banco de madera acompañada por lamentos y quejas que me eran absurdas. Pensando…
Lo he recordado todo, he vuelto a vivir la angustia de no saber el porqué de tus jaquecas permanentes. Tu madre decía que eran la herencia de la tía Jacinta, y resultó que no. Del neurólogo pasamos al psicólogo para descartar lo psicosomático y que nos derivase directamente a psiquiatría. Ahí empezó el calvario.
Salir a pasear, ir al cine, leer. Cada día te propuse una tontuna nueva. Nada te acomodaba y caías cada vez más rápido, más profundo, sin remedio. Solo Max pareció sacarte un poco del letargo emocional. Una semana duró la ilusión; la tuya por el perro y la mía creyendo que salías de la depresión.
Ya no me queda nada por hacer. No tengo fuerzas y creo que tampoco encuentro las ganas. ¡Qué ingenua fui! Decían que el amor lo puede todo y yo lo creí. A pies juntillas y sin el más mínimo atisbo de duda me convencí de que si yo lo ponía todo de mi parte, volveríamos a ser la pareja ideal, la envidia de la familia, los güais. Y no.
‹‹Ni de coña», pensé cuando el doctor Palacios, ante tu férrea insistencia por ponerle nombre a tus males, soltó lo de: ‹‹depresión nerviosa». Y parece que sí, que tenía razón.
Al principio me negué a que tomases tanta pastilla ¿recuerdas?
—Esto con cariñitos y descanso se soluciona— dije como una imbécil sábelo todo. ¡Una semana! Una semanita pedí de vacaciones convencidísima de que ese era el tiempo necesario para sacarte del pozo. Tres años hizo ayer.
Hemos pasado por grupos de terapia, actividades individuales, viajes concertados, excursiones sin rumbo fijo, cine de autor infumable, escritura libre, pintura, danza, bricolaje…he buscado, propuesto, animado, a veces incluso forzado tu ánimo inexistente hasta llegar a mis lágrimas amargas. Siempre igual. Un leve arqueo de cejas por tu parte que yo interpretaba como interés, boba de mí. Si conseguía que te vistieses para ir a la cita ya era un logro. En un par de ocasiones llegaste hasta el ascensor, sin entrar claro, pero llegaste. La pintura fue tu única actividad, ahí te refugiaste. Durante unos meses emborronaste papeles y manchaste algún lienzo con los oleos de la esperanza, hasta que el negro se convirtió en tu color y el dolor, en mi vida.
Confieso que guarde en el bolso un papelito de los que el ‹‹Maestro Futatito, experto gurú» dejó en el parabrisas del coche. Lo encontré al volver a casa una tarde que tu madre vino al hospital en tu tercer o cuarto ingreso —ya ni me acuerdo—, y yo salí corriendo de tu habitación para dar una vuelta por casa, ducharme y controlar que Max tuviese agua. Miraba el panfleto de vez en cuando y dudé si llamar o no. Hice caso al hemisferio lógico y la publicidad del sanador increíble desapareció entre las pelusas del sofá, los pelos de perro y la peladura de naranja de la cena. Supongo que el Merlín de pacotilla estará sanando almas desesperadas en el vertedero.
Y yo ahora me levanto, incorporo mi ego herido, parcheo el alma rota, encamino un cuerpo casi vacío a permanecer una vez más a tu lado en el hospital. Espero que tu intento de suicidio quede en eso, en intento, otro más.
Pero antes voy a llamar a la funeraria a ver si ellos se ocupan del entierro de Max. Él no ha sobrevivido al veneno que le hiciste ingerir antes de tomarte la sobredosis. Víctima inocente mi pobre animalico, Max, mi perrete.