La ineludible irrupción de la memoria (Parte I)

5 de febrero de 2024

El día comienza a clarear en los cálidos prados del campamento petrolero. El sol y el rocío se engarzan creando miles de diminutos arcoíris que derraman su luz multicolor sobre el verde césped. A través de la ventana de una de las casas del campamento se deslizan los rayos del alba y despiertan a una pequeña niña, que se levanta de su cama-litera frotándose los ojos.

El cabello rubio claro alborotado, los ojos hinchados y la boca grande y abultada crean la imagen de una criatura frágil, casi transparente, todavía tocada por sus sueños de verde y de campiña. Descalza, con su largo camisón de flores rosas que le llega hasta los pies, inicia su rutina de todas las mañanas: va sigilosamente al cuarto de sus padres para asegurarse de que siguen ahí, de que no se han marchado y de que están vivos. Constatarlo le produce un sentimiento de cobijo, de calidez, de que puede iniciar el día con seguridad. Se detiene algunos minutos en la puerta de la habitación mientras escucha embelesada el respirar acompasado de su madre y el ruido, ronco y repetitivo, que su padre produce cuando duerme.

Se dirige a la cuna de su hermanita acabada de nacer, junto a la cual dormita su tía luego de una interminable noche de llantos, paseos en brazos e implorantes canciones de cuna:

Duérmete mi vida, duérmete mi amor.

Isabel, por favor te lo pido,

esta vida no puede seguir…

Ha sido una noche como tantas otras desde que nació su hermanita en las que el descanso y la quietud nocturnas han desaparecido, en las que los habitantes de la casa despiertan exasperados cada vez que la bebé inicia sus agudos e interminables alaridos; gritos que se agudizan cuando cae la luz y se aquietan durante el día. Al verla, felizmente dormida, constata lo que todavía le cuesta creer: que esa bebé llorona y fea le ha quitado parte de la atención y el cariño de sus padres. Entonces siente un enorme desamparo que se convierte en rechazo y antipatía hacia el pequeño e impasible ser de la cuna. La niña no logra entender qué hace esa bebé allí y se pregunta: ¿por qué no la dejaron en el hospital?, ¿por qué la tuvieron que traer a la casa?

En pocos minutos olvida su desazón y se sienta en el pórtico de la casa, montado sobre cuatro grandes troncos de madera, tal como eran las casitas prefabricadas que las empresas petroleras importaban en cantidades para urbanizar los diversos campos que surgían alrededor de la extracción del oro negro.

La niña agradece el tibio calor del sol naciente y la belleza de los jardines sin muros que rodean, cual uno solo, todas las casas del campamento. En ese momento intuye que le agrada estar sola, que no necesita hablar, llorar ni gritar para hacerse sentir; que es mejor ser vaporosa e invisible y mantenerse callada… Percibe, en su mente infantil, que ese sentimiento que la invade apaciblemente mientras contempla el paisaje, la lejanía, el olor a tierra húmeda y a hierba de la mañana es el atisbo de una liberación que se transformará en una rebeldía inquebrantable, en un querer hacer su voluntad, negándose a que le impongan reglas, vestidos, lazos o zapatos; rebeldía que sacará de las casillas a su papá y que su mamá nunca logrará comprender.

La vida en ese lugar es un eterno jugar con su hermanita y los otros hijos de médicos e ingenieros que trabajan en el campamento. Es bañarse desnuda bajo la fina lluvia; es correr libremente y sorprenderse frente a las mágicas aventuras y asombrosos descubrimientos que le deparan sus tres años; es mirar hacia el horizonte, esconderse tras los arbustos, moverse en una infantil danza por los prados y olvidarse durante el día de la bebé, su rival, que afortunadamente no puede salir y exige sus cuidados en el interior de la casa.

En las tardes, cuando el sol comienza a ponerse y el cielo se convierte en un crisol de rosados y fucsias, cuando la luz empieza a escasear y el ambiente se torna borroso, la niña siente una leve opresión parecida a la tristeza de los adultos. Y al llamado de su papá que anuncia la cena, entra afligida a la casa en compañía de su alegre hermanita mayor, quien no ha sido tocada por ese sobrecogimiento y parlotea feliz y desenfadada mientras la cuida con ternura protectora.

Una mañana, cuando todavía trata de separar los sueños de la vigilia y quedamente se dirige a cumplir con su rutina de verificar la presencia de sus padres, descubre sorpresivamente que el ruido grave de su papá no está acompañado del delicado respirar de su mamá. Esta duerme plácidamente al lado de su joven hermana, entrelazadas como dos adolescentes que llegaron de una fiesta tardía.

La niña no entiende la ausencia del papá en la cama matrimonial, sale corriendo del cuarto y espera a que los demás despierten. Cuando comienza a percibir los ruidos matinales, las voces, las puertas que se abren y se cierran, observa que no hay ningún indicio de pérdida ni en la casa se ha manifestado malestar o congoja por la ausencia del padre. Todo continúa al ritmo cotidiano. La niña comprende entonces que esa desaparición es normal y, felizmente, escucha, entre el preparar de teteros, el desayuno en la cocina y la visita tempranera de una comadre que viene a conocer a la bebé, que su papá solo está de viaje por un corto tiempo. Que en dos días regresará. Y como siempre que ha viajado, lo imagina cargado de juguetes y regalos para toda la familia, incluso para la bebé, que no sabe ni jugar.

Es ya casi de noche cuando el motor del coche le anuncia que llegó. Oye la voz de su papá, feliz de regresar a su menuda familia. La niña corre a la puerta y se le cuelga al cuello, le da un diluvio de besos mientras acaricia juguetonamente los vellitos que sobresalen de su camisa. Lo mira con fervor y le toca la cara para asegurarse de que allí está, de que llegó, de que ya tiene papá.

La expectativa de abrir los regalos produjo el milagro de que la niña se librara del abatimiento color lila que le producía la caída del sol y el retorno a la casa. Había un nuevo resplandor que inundaba el hogar y se traslucía en la sonrisa de su mamá, en los saltos y en la danza alocada de su hermanita mayor celebrando el regreso, en la sonrisa plácida de la tía que los observaba desde la cocina. Hasta la bebé se sumaba a la fiesta deteniendo su permanente llanto y exhibiendo una sonrisa que a la niña le pareció fugazmente hermosa.

Al abrir los regalos tuvo un pequeño desconcierto, porque a su hermanita mayor le tocó una hermosa muñeca pelirroja, con un vestido de tul y encajes rosa, zapaticos blancos y un pequeño sombrero floreado; una muñeca que ella hubiera querido para sí. Su regalo, en cambio, fue un camión de volteo rojo y amarillo, que encarnaba el deseo de su papá por un hijo varón. Si por segundos sintió una mínima perplejidad, un atisbo de desencanto, inmediatamente tomó el camión entre sus pequeñas manos y lo sintió suyo; le pertenecía. Era colorido, bello y, además, rodaba muy bien.

Esa noche durmió apaciblemente entre el rumor de las voces y el secreteo de amor de sus padres. Soñó con grandes pájaros que volaban más allá de las nubes y daban vueltas en el cielo abriendo sus grandes picos para dejar caer cientos de juguetes sobre su cabeza. Soñó que, entre todos los juguetes, ella escogía su camión; entre todos, porque finalmente era de ella.

La mañana la agarró desprevenida; era más tarde que de costumbre y el calor ya había disipado la tenue bruma del amanecer. La familia estaba despierta; su papá, con la bata blanca de médico, salía hacia el hospital y su mamá estaba dándole pecho a la bebé; la tía preparaba el desayuno y su curiosa hermanita ya había despelucado y desnudado a la muñeca para saber qué había debajo del vestido. Ella, orgullosa, tomó su camión, lo paseó por el piso de la cocina y se sintió inmensamente poderosa porque tenía un tesoro para mostrarlo a los demás niños cuyos padres no habían viajado.

Al poco tiempo escucharon los gritos y risas de la pandilla de pequeños del campamento invitándolas, llamándolas para que se unieran a los juegos que iban realizando mientras recorrían el inmenso parque de grama que unía todas las casas. Ella salió detrás de su hermanita, que corrió alegremente, olvidando la despeinada y desnuda muñeca. Iba un poco atrasada, ya que llevaba su tesoro consigo. Tuvo un gesto de orgullo y, a pesar de su habitual timidez, se lo mostró encantada a los demás niños.

Al ver el camión de volteo, los varones más grandes y más fuertes que ella lo miraron con avidez. Se acercaron en grupo e inmediatamente se lo quitaron de las manos sin que ella pudiera hacer nada. Fue un verdadero asalto de la fuerza masculina ante la fragilidad de la pequeña. Durante varias horas, frente a la acongojada niña, estuvieron turnándoselo los unos con los otros, poniéndole piedritas en la parte trasera, imitando el ruido que produce el motor, paseándolo sin parar.

Los ojos de la niña estaban nublados porque las lágrimas no terminaban de aflorar. Por esa razón no supo cómo ni cuándo dejó de ver su camión. Era media mañana cuando constató que ya no estaba en manos de los varones, desperdigados en un nuevo juego de escondite. Su camión, el regalo de su papá, su propiedad había desaparecido. ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? Quizás se ocultaba detrás de una pequeña colina o quizás estaba escondido entre un seto de garbancillo o de flores. Lo cierto es que se había desvanecido y la niña no lo volvió a ver. De nada valieron sus gritos, su llanto de impotencia, su sentimiento de injusticia. Los niños, indiferentes y aburridos, se alejaron al llamado del almuerzo. Nadie le hizo caso, ningún adulto la escuchó. Parecía que a la única que le importaba aquel camión de plástico era a ella.

Todavía no sé si lo buscó realmente, si caminó y dio infinitas vueltas detrás de la colina o entre los setos de garbancillo o de flores buscando desesperadamente su camión o si acaso lo buscó en su imaginación, en su mente o en sus sueños. Solo sé que esa niña creció con un sentimiento de pérdida o ausencia de algo que solo ella, en lo más profundo de su ser, sabía que era altamente valioso.

Belén Rojas
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Belén Rojas

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Me llamo Belén, nací en Venezuela. Me licencié como antropóloga y luego realicé una maestría en Relaciones Internacionales, por lo que me dediqué a la diplomacia durante más de 25 años. El año 2004 fui designada Cónsul General en Barcelona. Una vez terminada la misión regresé a mi país y cuatro años más tarde volví a Barcelona con una nueva profesión: editora y escritora. 

El mundo de los libros se convirtió en mi nueva pasión y, junto a la periodista mexicana Sonia García García, fundé la empresa de coedición y servicios editoriales BiblioMusiCineteca Edicions. A partir de hoy puedes seguirme y conocer algunos de mis escritos en mi sección: Trinchera de Sueños”. Te espero.

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