Hay maletas de todo tipo. Esas con las que te identificas mucho, sí, sí, te puedes llegar a identificar con tu maleta.
La mía se vació al llegar a Alcorcón, pero la sensación mía era de que cargaba una maleta llena y muy muy pesada.
Los días empezaban a hacerse eternos, me sentía bastante sola y sin ningún que hacer más que lo cotidiano de la labor en el hogar y la escucha activa de la labor de él: mi marido en ese momento.
Mi otro yo me decía que no estaba dónde quería, pero asumía que tenía que estar a su lado, que era mi tarea como buena esposa apoyarlo y cuidarlo.
Y cierto es que solamente quería estar con él, comer lo mismo que él , ir a los mismos sitios que él y en resumidas cuentas beberme el aire que respiraba.
Y bien es cierto que no salía de casa, a no ser los fines de semana. Muchas veces mis vecinas me tocaban a la puerta para intentar que saliese algo aunque fuese 10 minutitos a coger vitamina D. Pero me costaba mucho, es más, para mí suponía un esfuerzo al que debía de poner mucho esmero y voluntad.
Eso si, me guardaba para mí esos días de cansancio extremo: de dolor sin explicación.
Me había planteado la posibilidad de la “depresión “ pero guardándome en el bolsillo ese tímido pensamiento.
Entendía muy bien que salir de mi zona de confort iba a tener repercusión en mi, y sobre todo con esa sensibilidad añadida que hacía que yo experimentase el mundo de manera diferente al resto.
Y pasaban los días de la semana, días destinados a una alarma a las seis de la mañana en que me levantaba a preparar su desayuno, a colocar la ropa limpia al lado de la ducha y también su almuerzo.
Y todas las mañanas me pasaba lo mismo , al quedarme sola me entraba un miedo horrible en el cuerpo, ¿sería miedo, incomodidad o inseguridad?
FUESE LO QUE FUESE YO SEGUÍA LLENANDO MI MALETA