La historia de Susana y de su insoportable compañera
A punto de alcanzar los 50 podría decir a los cuatro vientos que lo tengo todo, tengo una familia maravillosa y con salud, un trabajo que me gusta, una persona que me ama y me conoce desde siempre, una casa bonita… y, sin embargo, hay algo que se interpone y me impide ser feliz, que me tapa los ojos para no dejarme ver la suerte que tengo de ser como soy y de lo que he conseguido en la vida.
Es mi otro yo: una voz que está dentro de mi cabeza, perfeccionista y exigente, que ve mal todo lo que hago, que nunca está contenta de mis logros, que siempre me recuerda que soy menos que el resto de personas con las que me relaciono, que hace que me sienta mal conmigo misma, y lo que es peor, que jamás deja que piense en mí, porque antes de eso siempre están los demás.
No tengo muy claro cual fue el origen de esta insoportable compañera, pero creo que se remonta a cuando yo tenía unos 9 años. Por motivos de trabajo, mi padre nos dejó solos un par años y mi madre tuvo que lidiar sola con tres críos, un bebé y mi abuela paterna que encima dormía conmigo en la misma habitación. Supongo que esta situación me hizo madurar a pasos agigantados y en lugar de jugar con muñecas y a las comiditas, ayudaba a mi madre a cambiar pañales, hacer croquetas y filetes rusos y también a mi abuela que tenía una tienda cerca de casa.
Como la situación económica tampoco era muy favorable, mi madre tuvo que buscarse un trabajo para mantenernos y eso me daba pena porque trabajaba muy duro. Pero yo era feliz, aunque echaba mucho de menos a mi padre. Mi día a día consistía en ir al colegio, hacer deberes, a veces iba a la tienda de mi abuela (gracias a eso soy muy buena con los números) también me turnaba con mi hermano para recoger a mi hermana de la escuela infantil, ayudaba en las tareas de la casa y en la cocina (antes las chicas hacíamos más cosas en casa que los chicos, pero muchas más) y sobre todo cuidaba a mi hermana pequeña.
Yo creo que esa puede ser una de las razones por las que soy tan protectora y siempre me gusta cuidar y tener contentos a los demás. Me pasaba horas con ella, la peinaba, la ayudaba con las tareas, me la llevaba siempre a todos los sitios que iba, incluso cuando salía con amigas, si se podía, se venía conmigo. Alguna que otra vez, incluso, la tuve que quitar los piojos.
Luego regresó mi padre y aunque ya estaba él para ayudar a mi madre, sobre todo en lo referido a la situación económica familiar, yo ya no era tan niña y me daba cuenta de lo difícil que era sacar adelante una familia numerosa con abuelita incluida. Mis padres no pudieron permitirse estudiar y enseguida se pusieron a trabajar. Antes era diferente y asistir a la escuela era cosa ricos. Pero eso no quiere decir que no valoraran el hecho de formarse y aprender para llegar a ser alguien de provecho, y eso es lo que siempre nos transmitieron a mí y a mis hermanos. Mi padre jamás dejó, ni un solo día de su vida, de enseñarme cosas. Siempre me decía lo importante y útil que era leer de todo, aprender cosas nuevas, formarme para conseguir mis sueños. Y mi madre, estaba empeñada en que estudiara una carrera de cinco años porque si ella lo hubiera podido hacer, lo habría conseguido seguro.
Con 18 años, yo era una persona muy responsable que ya sabía lo duro que era la vida y que tenía muy claro que quería estudiar y prepararme para lograr mis sueños…pero eso sí, con unos cuantos kilos de más porque hacer deporte no era lo mío (tampoco tenía tiempo ni dinero para ir al gimnasio) y, además, desde siempre he sido la persona más golosa del mundo. Mi madre siempre dice que yo para pasármelo bien en una fiesta no necesito beber, con un par de trozos de tarta de chocolate es suficiente.
Así que saqué la nota que necesitaba en selectividad para acceder a la carrera que quería, me puse a trabajar para pagármela e incluso empecé a salir con un chico que treinta años después sigue siendo el amor de mi vida. ¡¡Qué bonito todo!!
Sin embargo, hay un acontecimiento clave en mi vida, que influyó decisivamente en como soy y en porqué cuento mi historia. Con apenas 24 años y por motivos de trabajo me fui muy, muy lejos de mi casa, a otro continente, para vivir una experiencia única. Un gran reto se presentaba ante mí, que me ayudaría mucho a crecer profesionalmente. Supongo que la influencia de mi padre, la idea de vivir nuevas experiencias y las ganas de comerme el mundo fueron determinantes en mi decisión. La aventura duró casi un año, pero me marcó para toda la vida.
De la noche a la mañana, estaba liderando un proyecto profesional con personas que no conocía, sin amigos, sin mi familia, sin mi novio y a miles de kilómetros de mi casa. Por primera vez en mi vida estaba sola. Yo jamás había estado sola. Ni siquiera en mi habitación, que compartía con mi abuela y con mi hermana. Las primeras semanas fueron duras, trabajaba mucho y además tenía que organizarme el resto del día que no estaba en la oficina: compra, lavadora, comidas, etcétera. No sabía qué hacer, nunca había tenido tiempo libre para pensar solo en mí, echaba mucho de menos a mis padres y a mi novio. Los fines de semana se me hacían interminables y solo quería que llegara el lunes para trabajar.
Poco a poco me fui involucrando. Conocí gente estupenda, hice amigos, aprendí mucho de la ciudad en la que estaba y de sus costumbres, pero algo no terminaba de funcionar. Al final siempre había algún momento en el día en el que me sentía sola y yo creo que fue en esa época en la que empecé a escuchar una vocecita en mi interior que cuestionaba todo lo que hacía. Además, cuando me encontraba baja de ánimo me daba por comer y me compraba todas las galletas, bollos y patatas que hubiera en la tienda. Esto provocó que ganara peso, pero como a la vez estaba conociendo gente nueva que además era guapísima, delgadísima y se cuidaba muchísimo (por mi profesión me muevo mucho en esos entornos) hizo que me empezara a acomplejar de mi físico. Qué paradójico, el proyecto profesional estaba cuajando, pero mi autoestima estaba por los suelos.
Y llegó la primera vez. Aquel día en el que elegí la vía rápida, cansada de luchar conmigo misma y de quejarme de lo injusto que era estar gorda, no tener los ojos azules, el pelo largo o cualquier tontería que me afectara. Esa noche sentía que todo lo que había cenado no podía quedarse dentro de mí, porque engordaría y la gente nueva a la que estaba conociendo no se fijaría en mí. Aquella noche, mi voz interior ganó la batalla, como volvería a pasar muchas, muchas veces más…y me provoqué el vómito. Cuando acabé me sentí tan bien, tan ligera que me autoconvencí que había sido una buena idea.
Pero volvió a pasar, una y otra vez. Cuando me di cuenta de que lo que hacía no era normal, ya no podía parar. Lo triste es que mi madre no estaba cerca para ayudarme, ni mi hermana, ni mi novio y me daba mucha vergüenza hablar de ello. Estaba sola y no tenía fuerzas para parar algo que ya me estaba controlando.
Finalmente volví a mi ciudad. La experiencia me había servido de mucho para seguir avanzando profesionalmente y lograr cumplir mis sueños, sin embargo, en lo personal me dejó tocada porque me traje en el avión a esa insoportable compañera que siempre me recordaba que era más importante la opinión de los demás que la mía propia.
A partir de ahí, ha habido tiempo para todo. Alrededor de 25 años de alegrías y de lágrimas, de logros profesionales, de pérdidas…pero por desgracia la bulimia siempre ha estado presente en todos los capítulos de mi vida.
Después del viaje, seguí viviendo unos cuantos años más con mis padres hasta que me casé. Durante ese tiempo, crecí mucho profesionalmente, le echaba muchas horas, pero estaba muy estresada. Al final del día siempre acababa comiendo guarrerías de la máquina y cuando llegaba a casa me metía en el baño para darme una ducha y hacer cosas malas (como yo llamo a vomitar). Después en la cama, me comía la cabeza, diciéndome que eso estaba mal que no lo volvería a hacer, que era una cobarde por no enfrentarme a ello, pero no servía de nada. Conseguí sobrellevarlo sin que nadie se diera cuenta. Alguna vez se lo dije a mi novio. Él me ayudada mucho con sus consejos y me valía para varios meses, pero al final siempre recaía. Dejé de decírselo por miedo a fallarle. Una vez, incluso, pedí ayuda profesional, pero fue peor. Sentía que un extraño invadía mi intimidad y dejé de ir tras la segunda sesión.
Luego me casé. Menudo cambio, desde mi viaje con 24 años, no había vuelto a experimentar la sensación de estar a solas. Yo siempre llegaba a casa un par de horas antes que mi marido así que aprovechaba para atiborrarme y luego vomitarlo todo. Y entonces ya me ponía con las tareas de casa, o me iba a buscarle al trabajo o me iba de compras, pero la ansiedad ya me la había quitado. Creo que llegó un momento en que lo hacía sin pensar, como si fuera una droga, como si el hecho de atiborrarme y luego vomitarlo fuera natural. Hubo épocas que lo hacía casi todas las semanas y siempre de lunes a viernes. Y el día que no lo hacía, suponía una lucha con mi otro yo tan dura, que me cambiaba el carácter y lo pagaba con quien estuviera cerca de mí. Era desesperante.
Y así estuve hasta que me quedé embarazada de mi primera niña. Durante ese tiempo jamás lo hice porque no quería que eso perjudicara a mi bebé. Qué curioso, no quería hacer daño a mi bebé y sin embargo no me importó, durante todo ese tiempo, hacérmelo a mí. La cosa fue bien, pero a los dos años mi padre se puso muy enfermo y tras varios meses luchando finalmente perdió la batalla. Fue un hachazo, un dolor desgarrador. Me afectó tanto que solo encontré alivio en la comida. Volví a los vómitos provocados como una manera de castigarme por no haber podido hacer nada por él.
Luego tuve a mi segunda hija y dejé de hacer cosas malas durante el embarazo. Es verdad que muchas veces me pasaba con la comida, pero conseguía controlarme. Además, nunca estaba sola. Todas las que son madres saben la guerra que dan los niños pequeños. Y encima seguía trabajando. Empecé a hacer deporte, a cuidarme y bajé los casi 20 kilos que engordé de una forma totalmente sana.
A los tres años de tener a mi segunda hija, cambié de trabajo y eso supuso otro momento clave en mi vida. Siempre que entras en un nuevo trabajo tienes que demostrar lo que vales, hacer nuevos amigos, y eso me estresó mucho porque yo siempre quiero agradar a la gente y que se sientan a gusto conmigo. Estaba feliz con mi nuevo puesto, pero las inseguridades aparecieron y mi autoestima volvió a resentirse, así que finalmente volví a recaer y empecé a vomitar. Mi nuevo trabajo estaba relativamente lejos así que aprovechaba el viaje de vuelta para atiborrarme y después mientas las niñas veían los dibujos yo lo echaba todo. ¡Qué triste!
Así pasaron unos cuantos años más. Para mi vomitar era como el paracetamol, válido para cualquier tipo de dolor. Si tenía un mal día en el trabajo lo hacía, si me enfadaba con mi marido lo hacía, si la ropa me sentaba mal lo hacía, y ya últimamente, aceptar que mis niñas estaban creciendo también me costaba por lo que era otro motivo para hacerlo.
Pero el 2 de febrero de 2021, pasó algo crucial. Llevaba varios meses luchando enérgicamente con mi otro yo para acabar de una vez por todas con esta enfermedad invisible. Después de tantos años con ella, había leído mucho y sabía perfectamente que todo estaba en mi cabeza. Así que cuando me entraban ganas, intentaba por todos los medios pensar en otra cosa, no quedarme nunca sola, incluso me sinceré con mi hija mayor para que me ayudara si me notaba cambios raros de humor. Cada vez lo hacía menos, pero lo hacía, sobre todo cuando salía de trabajar y llegaba a casa de noche y sin ganas de nada, solo de abrir la nevera y comer.
Aquel día me quitaron una muela, con la mala suerte que la herida se infectó y estuve casi 15 días con un dolor tremendo. Durante ese tiempo, ni se me pasó por la imaginación vomitar ya que no podía casi comer. Cuando me curé me di cuenta que hacía mucho tiempo que no había estado tanto tiempo sin vomitar y empecé a apuntar los días que estaba limpia en mi diario. Se lo conté a mi marido y a mi hija mayor y les pedí ayuda. Cada vez que llegaba a casa intentaba estar ocupada y no quedarme sola, incluso me aficioné a las manualidades. Y llegó la primera estrellita verde al cumplir el primer mes. Ese día lo celebramos por todo lo alto. Once meses después se cumplió el primer año y así hasta hoy, 1 año y 7 meses sin vomitar.
No ha sido, ni es un camino de rosas. En todo este tiempo he pensado en hacerlo muchas veces. A veces, me doy atracones o como compulsivamente, porque los problemas del día a día y las inseguridades siguen estando ahí y me enfrento a ellos de esa manera. Pero cada vez soy más consciente de que esa no es la mejor solución, e incluso que esos problemas solo están en mi cabeza.
Mi familia es mi gran apoyo, pero solo yo puedo vencer la batalla. Creo que esa voz interior que me confunde y que me dice lo poco que valgo, en realidad es una manera inconsciente de evitar los problemas y no enfrentarme a ellos. Así que ahora intento por todos los medios no agobiarme, priorizar el problema, buscar soluciones pidiendo ayuda si es necesario y quitármelo de la cabeza lo antes posible.
Además, intento pensar más en mi misma, en lo que me gusta, en lo que necesito, aunque eso suponga dejar un poco de lado a los demás y sobre todo estoy aprendiendo a estar sola sin tener que comerme una bolsa de patatas entera o pedir a mis hijas que se queden conmigo. Lo que tengo claro es que cuando me siento bien conmigo misma me siento genial, me encanta esa sensación y deja de importarme lo que opinan los demás.
Y respecto a mi insoportable compañera, sigue ahí, pero cada vez habla más bajito.
2 respuestas
Qué dura Susana! Eres una mujer muy fuerte y muy valiente! Tienes que estar muy orgullosa de tí misma! Te mando un abrazo enorme! Y feliz año!
¡Qué bueno Susana, qué lo hayas superad! Enhorabuena. Un abrazo