Margarita Angulo García nació en una España convulsa, en una Andalucía olvidada y en el barrio San Luis de Sevilla, tras la muralla de la antigua ciudad, junto a la basílica de la Virgen Macarena, el 1 de junio de 1941. Su padre, Manuel y su madre Magdalena, arrastraban sus propias historias en la Sevilla “del hambre” que se recuperaba de la guerra civil. Pero en una familia de tíos panaderos, siempre hubo algo de comer. Margarita recuerda cómo siendo niña, con unas monedas iba a comprar a la plaza, y todo se vendía a granel, al peso. Era antes fácil cuidar del planeta, sin envases y sin desperdiciar nada.
Manuel era carpintero y en su taller no faltó la faena. Magdalena siempre cosió “para la calle” y entre los dos de día y de noche, se sacó la casa para adelante.
Mi madre, fue la primogénita, y como tal, vivió con grandes responsabilidades. Antonio y Manolo nacieron en ese orden, y tuvieron la suerte de ser varones en una época complicada. Margarita y sus hermanos estudiaron y se criaron bien en una casa de vecinos de entonces, donde varias familias vivían en habitaciones en torno a un patio común, y donde se compartían cocina y lavadero además de sus vidas. Así se sabía que La Montes tenía “hijo por paliza”, y esa mala vida no la dejó nunca, porque era lo que tocaba y para eso se había casado. “El casado casa quiere” y “de puertas para adentro” nadie podía opinar.
Pero la de mi madre era de las familias afortunadas al vivir en un “partidito”, con baño y cocina. Aunque la vida era el patio común.
Margarita y sus hermanos tuvieron una infancia feliz a pesar de las estrecheces. Todos los niños de su casa envidiaron sus regalos de reyes, muebles de muñecas, caballo de madera… todo lo que podía hacer con sus manos un padre carpintero y una madre costurera. Hasta yo pude disfrutar de un mobiliario de muñecas que llego hasta mis manos, con una cama con su colchón y perfectamente vestida.
Pero mi madre tuvo que trabajar joven, tras asistir a la escuela y tener estudios básicos. Del colegio recuerda la época de cantar el “cara al sol “cada mañana, con niñas de vestidos y lazos, con pizarrines en vez de cuadernos, con clases de costura, respeto a la autoridad del don o doña que les daba la lección. En estos años de enseñanza básica, Margarita aprendió geografía en mosaicos que decoraban el patio en el que daban las clases. Recuerda tener la ropa justa y confeccionada en casa, que duraba eternamente con dobladillos y remiendos. Y siendo el colegio del barrio, los niños y niñas mantuvieron esa relación de vecinos y casi familia. Pero las clases terminaron pronto para Margarita. Sus hermanos tenían que estudiar para llevar sus casas adelante, y ella no tendría esa obligación o necesidad. Así Margarita empezó a coser como su madre Magdalena, y sus tías María y Pilar. Era lo natural, pero siempre deseó seguir pintando como había empezado a hacer en la escuela. Allí una profesora vio su facilidad para la pintura, y la animó e inició, hasta que Margarita amó el arte, y su profesora decoró su casa con alguna que otra obra que la niña hizo.
La pintura siempre acompañó su infancia, y aunque trabajó para ayudar en su casa, Margarita pintó siempre que pudo.
Durante algún tiempo pudo matricularse en la entonces llamada Escuela de Artes y Oficios, pero compaginando sus labores dentro y fuera de casa. “Empalmaba un trabajo con otro y a las ocho de la noche me iba a la escuela a pintar”
Con el tiempo presentó un cuadro en un concurso de pintura que organizaba la Diputación de Sevilla. Y ganó frente a maestros con los que compitió, convirtiéndo este en un momento señalado en su vida, al recibirlo como la confirmación de su aportación al arte.
Ese cuadro quedó expuesto en La Casa de la Provincia en Sevilla, y Margarita fue agraciada con un viaje por algunas ciudades como Granada o Salamanca. En compañía siempre de su abuela.
Otro episodio que cuenta siendo una joven adolescente, fue un viaje en un barco carguero, para visitar a unos familiares en Barcelona. Iba acompañada por su abuela Magdalena (mamá magdalena o “manena”), y la travesía -en la que todos los trabajadores del barco se encontraban a bordo lógicamente-, se consideró peligrosa para que la joven paseara por el exterior de su camarote. Así Margarita tuvo que hacer todo el viaje oculta de la vista de aquellos hombres. No tuvo gran recuerdo de aquello, ya que el mareo del vaivén del barco la hizo vomitar continuamente. Era evidente entonces que el origen del problema era el que era, la mujer, y no la mirada, pero sobre este tema en esta época hubieran corrido ríos de tinta.
Mi madre iba a la escuela y volvía siendo ya noche, por lo que mi abuelo le advertía que debía de hacer el camino de vuelta por calles iluminadas y transitadas, aunque esto conllevara dar algún rodeo. Y sin esperar, aunque esto la obligase a volver sola. A esto sumaba que, en estos años de su adolescencia, ella entendía que el embarazo se podría producir con un beso, ya que de eso no se hablaba y era tabú. Por lo que el miedo, vino a acompañar a la culpa y a la vergüenza en el pensamiento diario de la joven Margarita. Y arrastrando todo esto hizo su aparición un joven “de buena planta” y atractivo, que se propuso cortejar a mi madre con claras intenciones según ella cuenta, al tener un “currículum” que todos conocían. Quedaba en ir a recogerla a la escuela, pero no llegaba y ella se decidía a volver en el tranvía. Pero justo en el momento de arrancar, el don Juan corría tras él y subía de un salto para así impresionarla. De esta manera le robó un beso a una Margarita asustada por esos pensamientos que la torturarían un tiempo.
Infancias y adolescencias marcadas por una educación patriarcal que costaría tiempo diluir. Y en ella, adelantada a su tiempo, y muy necesitada de respuestas, al ser curiosa por naturaleza, se oponía en ocasiones a su padre, por cuestiones que ella no consideraba justas.
Posicionándose junto a su madre cuando el tono o la autoridad del padre y marido, no convencían por injustos a la hija. Mi padre vivía en la casa que había justo en frente de la de mi madre. Su familia vivía compartiendo cocina y baño con todos en la casa.
Pero ya José miraba a Margarita detrás de los visillos, desde que ella salió de casa con un tropezón que la dejó tendida a todo lo lardo de la calle. A José, mi madre le hizo gracia, pero era demasiado tímido para decirle nada.
José vivía en otra casa de vecinos, y siempre vio a mi madre en la ventana de niña, esperando al señor que vendía barquillos, o simplemente entretenida sentada en el alféizar y con los pies hacia fuera.
José era el hijo mayor de la pareja formada por Rafaela y José. Fueron también padres de Julia, una niña que llegó a ser solista en un grupo de música de la época, y tuvo sus más y sus menos con sus padres, al ser la única chica en el grupo.
Mi padre estudió y llegó pronto al mundo laboral no sin hacer antes su servicio militar en la marina. Ya para entonces mis padres tenían una relación formal, pero sufrían las limitaciones con las que mi madre contaba por ser una chica. Margarita llegaba a dejar películas en el cine sin terminar junto a José, para poder llegar a tiempo a casa, a la hora estipulada.
Margarita trabajaba entonces como florista, pero al salir de la tienda iba a sus clases de pintura, siempre pintaba a pesar de todo. Y poco a poco cada miembro de mi familia materna tuvo un cuadro firmado por ella.
Mis padres tampoco sabían mucho en cuanto a su relación de pareja, por la época que les tocó vivir, y tras años de relación y ahorrar, pudieron casarse ya con su casa comprada. En aquella época, no había hipoteca, había letras que se pagaban para ser propietario, y así fue.
Dejar el trabajo correspondió a mi madre, tal y como se hacía en aquellos años. Con el sueldo del marido se podía sacar la familia adelante, y mi madre sacrificó sus flores, aunque a lo largo de su vida ha seguido haciendo adornos florales en cualquier época del año, alguna boda en la familia…
En la vida de una mujer cualquiera de esa época, en la España de los años 60 y 70, se habría un enorme paréntesis para el nacimiento y crianza de los hijos. Mi madre tuvo cuatro embarazos, pero el segundo fue el nacimiento y el fallecimiento de mi hermano. Hemos sido tres desde entonces, Marga, yo y “el chico” llamado durante años así, hoy José Manuel.
No sabría decir en mis años de vida cuando dejó mi madre de pintar. Igual en esos años en los que yo y mis hermanos no le dábamos ese tiempo que necesitaba. Pero nos ha pintado en varios lienzos, juntos y separados. También a sus nietos. Mi madre consiguió hacer lo que se esperaba de ella, dejar su trabajo. Pero también, criar a sus hijos con adoración y mantener a su familia junto a mi padre. Pero nunca dejó su pasión, la pintura. Ha asistido a grupos de mujeres pintoras, ha pasado cada domingo en la plaza del museo de Sevilla, llamada “plaza de los pintores” formando parte de esa identidad de la plaza, acreditada por el Ayuntamiento. No ha dejado de pintar, tampoco de cantar desde hace veinte años. Es soprano en un coro, con el que ensaya, viaja, y da conciertos. Tiene hoy su estudio en casa, y ante todo hace lo que quiere. No es una mujer cualquiera, porque es mi madre.