De casa de mi cachorrilla a mi casa, de paso, estaba la casa de mis abuelos, ¡mis abuelos! ¡quién los pudiera dar un abrazo ahora!… Pues eso, que paré a enseñarle la perrita a mis abuelos, ¡cómo no!
Yo encantada de ir a ver a mis abuelos y que vieran a mi perrita. Me acuerdo de que les dije:
– Mirad, por fin, ¡ya tengo un perro! Es una perrita, de casi tres meses, la perrita que ponía en la carta a los reyes y mi mayor deseo de regalo de cumpleaños. La perrita que sabía que algún día podría tener pero que de pequeña no llegó nunca. Y mis abuelos por un lado contentos, pero por otro no podían creer que al final y sin haberme olvidado de mis deseos, estaban viendo que conseguí uno de los más importantes para mí.
Y, entonces la vio mi abuelo, que como buen toledano ponía mote a todo. Así que vio que la perra era completamente negrita y sin pensar mucho dijo: – es una morita, ¡como las moras del campo, vaya morita te has cogido! Y la perrita giraba la cabeza, parecía que sabía que hablábamos de ella. Así que decidí que así se llamaría ¡MORITA! Y más, cuando el nombre se lo había puesto mi abuelito, ese fue el mote que eligió.
Después salí muy contenta porque sin haberlo programado, salió de casa de mis abuelos y solo una hora después de recogerla, ya tenía el nombre. Entonces, ya podíamos poner rumbo a su hogar definitivo. Rumbo a nuestra casa.
Y mientras conducía iba pensando, ¿cuándo la llevo al veterinario? ¿pido cita ya para una revisión? ¿cómo pasará la primera noche? ¿extrañará mucho a su familia perruna? Todo eran dudas y pensamientos de cómo sería nuestra vida juntas, pero si tenía solo una cosa clara, muy clara: ¡tenía en mis brazos la cosa más adorable del planeta!