Un pez saltó del agua ante sus ojos, justo cuando los levantó del libro que estaba leyendo. Sentada en el banco desde donde veía el mar, Josefina pasaba las horas sin que nada la molestase. No era el más cómodo, ni el más silencioso, pasaba mucha gente por ahí. Tampoco tenía las mejores vistas, pero había una cosa que lo convertía en el mejor banco de toda la ciudad. Ponía ante sus ojos, cuando hacía buen tiempo, un horizonte enorme donde todo era posible. En esa línea tan recta y tan larga, cabe todo, todo lo que ha pasado y lo que pasará. Y sobre todo, eso que sólo puede pasar en los libros.
Se imaginaba, Josefina, colas de ballenas saludando en sus piruetas y barcos luchando a cañonazos porque el capitán ha declarado zafarrancho de combate. En la línea del horizonte veía trasatlánticos que tendrían viajes llenos de infortunios o carabelas que iban en camino de las indias. Otros días, eran, sirenas que cantaban hasta enloquecer a los pescadores que por ahí pasaban, lo que veía desde su banco, nuestra amiga. Ella miraba muy concentrada y siempre quería ver más allá de donde se podía ver. Pasaban por delante barquitos convencionales, que para josefina tendrían más interés si fueran una balsa que lleva a un náufrago a la libertad o a la muerte o una barca con un niño y un tigre. A veces, era un bote en el que iba Santiago, que venía de luchar con un pez espada enorme y venía viejo y cansado y malherido. También, un barco de pescadores, que un día lo que pescó fue un niño que se había caído al mar y habían adoptado como miembro de la intrépida tripulación. Veía, además, barcos con banderas negras ondeantes que seguro que iban cargados de tesoros, o no y estaban buscándolos en islas lejanas, siguiendo mapas ajados. O el barco que seguía a un cachalote albino para vengarse, mientras Ismael paseaba por cubierta pensando en su capitán. Un día creyó ver la coraza de un submarino maravilloso y se imaginó al Capitán Nemo enseñando sus libros a un invitado (Que más bien era un prisionero.) Otro, unos marineros perdidos que buscaba Ítaca desde hace muchos años y en su lugar no encontraban más que cíclopes y brujas. Y otro más, un navío lleno de argonautas que decían custodiar un mítico vellocino de oro.
Y Josefina sentada en su banco, que estaba en medio de la plaza, en medio del follón. Entre el ruido de coches y las risas de los niños. De bares e iglesias, de panaderías y estancos. Museos y monumentos. Y estaciones. Y paradas de autobús. Y en medio de toda esa distracción, y estando tan lejos, ella veía perfectamente el mar.
Y así pasaba las horas, con sus libros en el regazo, sentada en el banco desde el que veía el mar.