La historia que hoy les voy a contar, es la historia de un árbol en un jardín. Toda historia arbórea comienza con una semilla, en este caso, empieza con otro árbol. Un ciruelo que está muy lejos del jardín del que os hablo, en tierra de viñas y uvas.
Jugaban, en el jardín lejano, donde estaba el árbol lejano, María y Domingo. Los veranos eran todavía largos y más las tardes, que se hacían eternas; y aún más si se respetaba las horas de la digestión (pregúntenle a cualquier niño, son dos horas agónicamente largas) Jugaban, y sabían cómo saben los niños, que en los jardines hay historias escondidas. (Las de ese en concreto, merecen su propio cuento. En otra ocasión les hablaré del gnomo que ahí vive) Jugaban, como iba diciendo, a trepar a los árboles. Domingo era más fuerte, pero María era más ágil, por lo que estaban bastante igualados. Uno de los ciruelos era su preferido, sus ramas llenas de hojas verdes y ciruelas amarillas, protegían del sol sus cuerpecillos. Sentados entre las frutas, pasaban el rato; comían y cogían tantas que les dolían la tripa y los brazos. Llenaban cajones para abastecerse y cuando se fueran tener provisiones que alargarían el verano, por lo menos, un mes más.
Con su cajón de ciruelas, dejaban todos los años La Rioja y se montaban en el coche que les llevaba, sin preguntar su opinión, a Toledo, a esperar a que empezase el colegio y se los llevasen, sin piedad, a Madrid. Volvamos al jardín del que os hablaba al principio, que es, en realidad, un patio. Un patio en el que, tienen un recuerdo, María y Domingo, en el que comen ciruelas sentados en un escalón, con el regusto amargo de los primeros días de septiembre. En bata y zapatillas y peinados al agua, comían mientras tiraban los huesos al patio. Es uno de esos recuerdos, que cuando piensas en ellos dejan un sabor agridulce, pues ahora ya, ni las tardes de verano son largas (y no quiero ni hablarles de las del resto de estaciones). Pero sin que nadie lo regara ni cuidara, de los huesos creció un ciruelo.
Sentados en la mesa redonda a la sombra del ciruelo, admirábamos, el otro día, el magnífico árbol que da fruta y sombra.
-Pues nadie lo ha plantado. -Me dijeron – Él solito creció. Nosotros traíamos las ciruelas en un cajón.
Algunas veces, no hace falta sembrar para recoger, pues tenemos suerte y crecen árboles de los huesos que tiramos al campo. De un simple gesto que hacemos sin querer, si las condiciones meteorológicas acompañan, (y los pájaros no se lo llevan, y cae en suelo fértil) puede nacer algo maravilloso. Porque, de vez en cuando, llueve en el momento justo y sale el sol justo como tiene que salir. Cuando tenemos esa suerte, dan fruto hasta los desechos, pues aunque las tardes de verano no sean tan largas, (y de hecho, cada vez serán más cortas) puede que, si todo se alinea, nos llevemos sorpresas tan bonitas como esta.