El niño todavía no se acuerda en qué momento decidió escalar la montaña, pero siempre recordará el camino que siguió.
Era descaradamente cuesta arriba, aunque de vez en cuando hacía un guiño al caminante con un tramo plano. Se notaba que era obra de Nuestra Señor, pues al igual que este, apretaba pero no ahogaba. O eso decían, pues a pesar de su espléndida forma de niño deportista, no podía respirar sin parecer un perro sediento. Cuando miraba a lo alto, parecía que cada vez quedaba más para llegar a la cima. Miraba para atrás, esperando encontrar consuelo en las vistas, que ahora, entre jadeos, no parecían bonitas, no parecían nada. Miraba y veía árboles con colores del otoño. Había pocas nubes y daba mucho el sol, más de lo que había planeado. Otro día hubiera agradecido los rayos que le daban suavemente en la cara, pero ese día unos inoportunos goterones de sudor bajaban por su frente. Con cuidado de no meter el pie en ninguna de las madrigueras que habían construido, sin pedir permiso a nadie, los conejos; pues sin ojo arquitectónico invadían el camino, que ya de por sí estaba lleno de obstáculos. Agradecía las retamas, que hacían las veces de barandilla, no van a ser malas todas las cosas que se iba encontrando. Para añadir emoción, llegaron las piedras sueltas, esas en las que un paso en falso movían y caían rodando cuesta abajo y recordaban al niño lo fácil que era bajar con los pies por delante.
Buscaba una sombra en la que refugiarse, pero parecía que los árboles se habían quedado a los pies de la montaña; les había dado pereza subir y el niño lo entendió perfectamente. Sólo unos valientes arbustos habían sido intrépidos y retorcían sus ramas de la manera más original para estar en equilibrio en la empinada ladera. Según se acercaba a la cima, había menos obstáculos pero era la senda más empinada. En algún momento tuvo que ir a cuatro patas, se agarraba fuerte con los puños a la tierra y no miraba a ningún otro lado que no fuera el suelo, por no caer. La concentración era tal que no se dio cuenta cuando había llegada al pico.
Después de las horas agónicas, que parecieron muchas más que las que de verdad fueron (el tiempo sabe cómo hacer que se alarguen los minutos sólo cuando uno sufre) había llegado al punto más alto. Había llegado a la vez que muchos otros que habían seguido cada uno su camino. Le tranquilizó más haber acabado que las vistas, en las que los demás se regodeaban. Después de unos momentos de descanso, pudo, por fin, apreciarlas como es debido. Pero siendo sincero, todavía no sabía si compensaba la subida, pues vistas bonitas hay también al nivel del mar. A la hora en la que las sombras de la montaña se parecen azules, precediendo la puesta de sol y sus tonos naranjas, vio que, estando más cerca del sol, los atardeceres son diferentes. Ni mejores ni peores, diferentes.
El camino que siguió el niño para subir la montaña, no fue el más fácil ni el más corto aunque tampoco, os diré, que fue ni el más peligroso ni el más largo. Él no lo eligió, subió por el que subió, sin cuestionarse su suerte, sin mirar por el que subía otro. Sin preocuparse por otra cosa que no fuera subir. Porque de eso se trataba, de subir la montaña, de llegar a la cima. Daba igual el cómo y el porqué; la mayoría de las veces da igual. Da igual si compensa o no compensa, da igual todo. Porque sólo importa subir.