Salimos al mundo, por primera vez,
de la mano de una persona desconocida,
llorándole desconsoladamente,
pidiendo que se apiade de nosotros
y nos ponga rápido en brazos de nuestra madre.
A mi entender, creo que ese miedo continúa presente
en todas las etapas de nuestra vida,
nos acompaña en cada amor conquistado,
en cada logro personal
y, sobre todo, en aquellas decisiones que no tuvieron marcha atrás.
Un miedo que se viste de pudor,
usando tu primer llanto para lavar sus manos.
Un desafío incesante que pone de manifiesto mis pensamientos,
aquellos que tratan de infundir el valor a vivir,
temiéndole a cuanto no consigo comprender
que arremete contra el día en el que me atreví a nacer.
Sin miedo a la hipocresía, uso mi vida al revés,
llorando mientras veía que empezaba a ser feliz.
Así es como logro sonreír.
Desatando mis sueños,
empiezo mi viaje por los desiertos
donde se refugian las verdades,
entre dunas de promesas vendidas por tus cumpleaños,
donde esa primera luz que viste
se tapa el rostro con tu angustioso miedo.
Hoy la busco a través de una memoria
que quedó inundada por los llantos de aquel bebé
que se sienta conmigo en mi cama,
solo para hacerme ver
que lo más duro de mi vida sería volver a nacer.