Xana podría decir que los siguientes días fueron los mejores de su vida. Espera caos, reprimendas y calles solitarias en las que tendría que pedir limosna a cambio de ojos llorosos, pero en su lugar se encuentra con una normalidad apacible. Los encargos son pocos, y la mayoría, muy sencillos. Una noche, Xana va con los pestilentes a pintar con spray rojo árboles en las paredes del Ascensor, y los Neones no aparecen. Corren por la ciudad, libres, como si fuera su casa, derrochando vida y aire.
Cuando regresa al pub esa noche, bebe por primera vez. El alcohol es demasiado amargo, el vino no tanto, pero marea más, y la ristra de bebidas siguientes, de nombres siguientes, parece no cesar. Siente el pecho comprimirse mientras salta al son de una música que bombea más que suena, se siente libre muy libre.
Entonces Ezzek aparece. Está guapo esa noche, más arreglado que de costumbre, y apesta a tabaco barato. Le grita palabras al oído que Xana no escucha, ni le importa, y luego la lleva a un reservado apartado del ruido.
—Hoy sí has bebido –comenta Ezzek, con una sonrisa divina.
Xana se derrumba en el sofá. Le da vueltas todo.
—¿Qué quieres? —pregunta ella, que también está sonriendo y no sabe por qué.
—Nada, solo quería felicitarte. Lo has hecho bien últimamente.
—¿Sí?
—Sí, la verdad es que sí. Y te has adaptado rápido.
—Sí.
—¿Te empieza a gustar esto?
Xana no le escucha. Solo nota el brillo de sus labios al acercarse cada vez más; su mano, deslizándose por el cuero grasiento del sofá, cada vez más cerca de su pierna.
—No, no mucho. Pero me gusta…
Le gustan sus rizos. Le gusta el aire. Le gusta la compañía, el ruido sin límites. Le gusta poder correr calle abajo sin cansarse, y el viento golpeando su pelo, y el sentido de la vida, y esos árboles pintados con spray derretido. Le gusta todo y, aun así, el humo…
—Entiendo —susurra él, rompiendo la distancia.
Esa noche, Xana experimenta una falta de aire muy distinta a la habitual. Vibrante, agresiva, desesperada.