Todavía no se acostumbra a la sensación de aire en los pulmones, aire al completo, sin que arañe. Darby, el dueño de la fragua, comparaba el aire de Avvernie con hacerlo sin llegar al orgasmo. Incompleto. Es casi peor que nada. Sin embargo, en Gran Silé, la sensación es completa; se llega al éxtasis con cada bocanada.
Xana no necesita el respirador como se esperaba, y lo deja reposar junto a su mochila en el fondo del túnel de aguas residuales. Ha tenido que tirar toda su ropa también, porque el olor fétido de las aguas no se iba por mucho que la lavara en las fuentes del parque, y de un contenedor ha conseguido ropa más nueva y limpia. La miran mal, pero no como a una intrusa. Nadie concibe que allí pueda haber intrusos.
Aprendió lo que era un parque al tercer día en su estancia en la ciudad, y el concepto la maravilló tanto como lo hizo saber que su abuelo no mentía. Gran Silé era muy verde y muy grande, pero eso no le sorprendió. Gran Silé era delicada, como los pilares de cristal que sostenían todas sus plantas, y tan imponente como una corona de espinas. Averiguó que los pilares eran ascensores, y que en las plantas superiores vive la gente más adinerada. Que en la planta en la que se encuentra están el área comercial, la mayoría de viviendas de la gente de clase media y también el pub Nonit.
Por la noche, Gran Silé es muy distinta al día. Con el sol iluminando las calles y estampándose en las pestañas, la gente ríe, habla y trabaja. Va de compras, camina de la mano e incluso se besa. Por la noche se hace todo eso, pero con mucho más lustre y misterio. La noche es de neón, de alcohol y de olores fuertes. También de gente que, como ella, se esconde no en parques sino en callejones, y que habla mucho y con mucha facilidad. Hay otros pubs por la zona, pero solo el Nonit es para gente como ella.
—No eres de aquí, ¿verdad? —Le pregunta en su quinta noche un vagabundo desdentado que se quita la roña de las uñas con un cuchillo. Xana no lo desmiente. —Así que no lo eres, ya veo. Sois pocos por aquí, uno cada muchos años, como una estrella fugaz. Se te ve en la mirada.
—¿Hay más gente que se ha colado?
—Menos que muertos han fracasado. ¿Qué buscas aquí?
—A… —No lo sabe. Puede que a su abuelo. Puede que una forma de morir respirando aire puro, o quizá de vivir.
—Si buscas el consuelo de los desamparados e intrusos, chica, ve al club Nonit y pregunta por…
Ezzek. No había escuchado ese nombre antes, y no se imagina una persona que lo pueda llevar con la suficiente dignidad. Cuando abre la puerta del pub suenan unas tristes campanillas y reconoce de inmediato el olor. Un olor putrefacto y triste. Muchísima gente y un agobio que le recuerda a la fragua, a la falta de aire, a Avvernie. Lo único que cambian son las risas.
No atrae miradas. Allí todos tienen o muy mala pinta o demasiado buena. Desde sombreros brillantes y corbatas coloridas hasta canallas que fuman como carretas. Fumar, un desperdicio de vida. Xana necesita aire. Necesita espacio. Tan pronto como entra, da media vuelta y regresa a la noche. Se inclina y tose. Tiene que aguantar una arcada cuando un hombre a su lado expulsa una bocanada de humo casi en su cara.
—¿Todo bien? —le pregunta él.
Xana se aclara la garganta y asiente.
—Muy bien.
—No hay que pasarse con el alcohol… No aún, que la noche es joven.
Xana le mira. Es más joven de lo que su voz aparenta, y más guapo de lo que nunca haya visto. En Gran Silé la gente es guapa; está arreglada, tiene el pelo brillante y la cara y el cuerpo redondeado. Pero él es diferente: guapo sin querer serlo, con unos rizos rubios atrevidos y una postura provocadora que contraria su vestimenta poco cuidada.
—No he bebido.
—Vale. —Él sonríe. —¿Es la primera vez que vienes, no?
Xana asiente.
—Pues ten cuidado, aquí solo viene gentuza.
Xana se extraña de que ese término exista en la gran ciudad.
—¿Y entonces por qué estás aquí?
Él suelta una risilla y se atraganta con el humo de su cigarro. Tose y lo tira lejos, murmurando maldiciones.
—Porque soy gentuza también, ¿no se me ve?
—Buscaba a alguien. —Le interrumpe Xana. —A Ezzek. Creo que es quien ayuda a… —Abre mucho los ojos. No debería ir diciendo de dónde viene a todo con el que se topa. —¿Lo conoces?
—¿Quién ayuda a…? Joder, pensaba que la reputación de Ezzek era un poco más… ¿peligrosa? No importa, estás de suerte. —Le tiende una mano. Xana se la queda mirando. —Cuéntame, ¿cómo has conseguido cruzar la muralla?
Ezzek está en todas partes. Se sabe poco y mucho de él. Se dice que vive en los pisos más altos de Gran Silé, que no es como los demás, y también que había sido el primero en cruzar la muralla y hacerse un lugar en la ciudad. Es el rey de la noche y durante el día, un perfecto ciudadano. Se ha acostado con todos los hombres y mujeres de allí, y aún sigue siendo el suspiro de la mayoría. Es quien encontraba a gente como ella y la da un lugar.
A “ellos” se les conoce de muchas maneras. Despojos, fugitivos, pestilentes “los que se esconden” y, sobre todo, suciedad. Son la suciedad de Gran Silé, los que infectan de pestilencia el aire puro. Todos saben que estaban allí, escondidos en los sótanos de las plantas más bajas de la ciudad y en los callejones, pero nadie hace nada. Excepto los Neones. Por eso deben ser discretos.
Lleva a Xana a un piso compartido en la Avenida Discentral, muy cerca de la muralla. No recibe noticias de Ezzek hasta el tercer día. Un simple recado, le comunica. “Ve al pub Magnolia y busca a Miké, que no te maten”. Xana lo cumple con eficiencia, y no tardan en llegar las siguientes demandas: pintadas en las paredes de edificios del Estado, generar disturbios con algunos pestilentes mientras otros roban esto o aquello, difundir falsos rumores o transportar mercancía… Xana alterna aquel esfuerzo momentáneo con una vida tranquila, largos paseos solitarios y aire. Aire que respira en el parque, que comparte con las fuentes o con los puestos de comida a los que nunca se atreve a acercarse, pero que ve desde lejos. La presión que el aire causó en su pecho los primeros días va desapareciendo y se convierte en una sensación plácida. Se siente llena.
No vuelve a aquel matadero de aire al que los pestilentes llamaban pub Nonit hasta la última noche del mes. Iba a ser un trabajo fácil, de los que ordenan a los novatos. Ni siquiera Ezzek habló directamente con ella, sino que envió a Bruno, su matón, para comunicárselo. Solo tiene que transportar una bombona de oxígeno destilado a un cliente cerca del Ascensor. Los ciudadanos de plantas superiores lo utilizan para divertirse y evadirse. No debería haber complicaciones.
Hasta que esa mujer se interpone
Parece mayor de lo que es, con esos labios de corazón, pupilas grandes y un escote aún más grande. Camina por las calles tambaleándose y temiendo de todo, como un conejillo asustado. Y el cliente no puede ser visto: es alguien importante, de arriba. Ezzek siempre se lo recuerda a todos: “Saben que estamos, pero no pueden vernos”.
Xana actúa sin pensar, tan solo recordando esas palabras. La mujer intenta huir del callejón hasta que se le dobla un tacón, cae y Xana se coloca encima de ella. La da la vuelta. La mujer balbucea palabras inconexas que dejan de brotar cuando la navaja le perfora el pecho. La cuchilla se hunde en la carne con una facilidad que Xana no esperaba, y oye el crujido de algún hueso y luego, siente la viscosidad. Huele el olor metálico de la sangre. Entonces se da cuenta, no de la sangre en sus manos sino de los sonidos: entrecortados, ansiosos… Respiraciones que le recuerdan a ella misma, meses atrás, mientras golpeaba con fuerza el hierro de la fragua.
—Chica, es mejor que te vayas —Le dice la voz del cliente, que se esconde en las sombras del callejón. —Los Neones huelen la sangre. No tardarán.
Se marcha.
Pero Xana no se mueve durante los minutos en los que la chica deja que su último aliento se pierda en la noche. Ella sería la única que apreciaría ese aire perdido y la escucharía hasta el final. Cuando el callejón se queda en silencio, Xana tiene los ojos empañados. Sorbe por la nariz y se levanta, sorprendiéndose de su endereza. Aún le funcionan las piernas; su cuerpo está más fuerte que cuando llegó a la ciudad. Echa a correr.
Las calles se suceden una tras otra, iluminadas por farolas eléctricas. Abundan los puestos de comida nocturnos y la gente de fiesta. Comida de olores dulzones, música sintética de guitarras desbocadas, luces parpadeantes… Y un grito. Miradas que la observan asustadas, que miran sus manos manchadas de sangre, su ropa manchadas de sangre. Xana mira a todas partes y, luego, les escucha. Son muy ordenados, siempre van en grupos de cinco y sus uniformes son violetas. Es lo único que sabe de ellos. Sin embargo, los de Gran Silé y no los que custodian la muralla, tienen un aspecto mucho más aterrador: no llevan respiradores sino lanzas blancas y puntiagudas que desprenden chispas, y corren muchísimo.
Xana también corre calle abajo. Se le cae la capucha de la sudadera y su pelo naranja queda al aire, pero sigue corriendo. Vuelve a sentir una sensación conocida, aunque ya casi olvidada: sus pulmones comienzan a vaciarse, su garganta se traga el aire y se enfría. Su visión comienza a nublarse. Sigue corriendo por instinto, sin mirar atrás, como ha aprendido a hacer durante toda su vida. Se da cuenta de que está malgastando aire y, a cada paso, se odia un poco más.
No se lo puede creer cuando cruza el umbral del pub Nonit, sana y salva, y nadie hace gestos de exclamación a su paso. Los Neones se han debido despistar entre las callejuelas que ha atravesado casi a oscuras. Apoya la espalda en una de las paredes, esquivando brazos que se mueven al son de la música y las salpicaduras de alcohol. Su respiración sigue muy acelerada. El olor a tabaco se mezcla con el del sudor, y Xana cree que va a vomitar allí mismo, pero contiene la arcada con la mano. Se sienta en un sofá de cuero blanco mientras recupera el aliento.
Alguien se sienta a su lado. Xana apenas tiene fuerzas para levantar la cabeza. Lo reconoce por su forma de sentarse, con las piernas cruzadas, y por la manera en la que sostiene la copa de vino, como si insultara.
—Ezz…
—Señorita –la interrumpe, con un tono más seco de lo normal. —La has liado pero bien.
A Xana se le corta la respiración.