Ojalá fuera más dulce (Parte 3)

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8 de diciembre de 2023

Me despierto con el cuello dolorido. Las legañas me pegan los párpados y mi garganta está casi tan seca como mis labios. Me duele todo el cuerpo cuando me incorporo. Olfateo. Un olor a lumbre impregna todo el salón. No es el único; rasco un poco como si quisiera quitar una costra y, tras ese olor, abunda uno asquerosamente dulce. Me froto la nariz y, de pronto, me acuerdo. Los pitidos. Anneta. La tía Vic. El horno.

Las manchas de sangre.

Me levanto del sofá y, ya descalza, corro por el salón hacia la cocina. No me da tiempo a llegar, porque las magdalenas han inundado el pasillo. Voy esquivando bollos rechonchos hasta meter la cabeza en la cocina. El panorama es insoportable. Todo está abarrotado, hasta el último centímetro de azulejo blanco y gris. Lo cubren todo. El horno debió reventar en cierto punto de la noche por sobrecarga y ahora escupe magdalenas sin control, una tras otra, sin necesidad de que me encargue de la puerta. Algunas se han desprendido de esa coraza negra y tienen un color marrón cálido que invita a cogerlas.

Me tiembla la mano y me agarro la falda. Esto no puede seguir así, determino, y me hago hueco con los pies. Siento como si me hundiera en la arena de la playa, y casi puedo escuchar su risa, diciéndome que me va a comer el dedo un cangrejo. Absurdo, todo es absurdo. Él no soportaría tanta suciedad.

Me abro camino hasta la terraza. Saco del armario de la limpieza una escoba y un recogedor. Con cuidado pero poco mimo, comienzo a barrer. Lleno bolsas y bolsas de basura. Es algo agradable tener la mente despejada en una tarea rutinaria, pero comienza a hacerse tedioso a la sexta bolsa. Se me acaban las bolsas de basura, que tienen aspecto de almohadas mullidas, y las magdalenas no decrecen. Los armaritos de la cocina siguen llenos y por el suelo aún quedan varias. Las dejo en el descansillo, deseando que aquella sea la última tanda que el horno escupa. Pero el pitido vuelve a sonar y, de nuevo, seis magdalenas.

Las miro con desidia, a escasa distancia. Me devuelven una mirada azucarada y desafiante y resoplo por la nariz. Estoy harta. Agarro un platazo hondo de porcelana y coloco las seis más recientes en él, quemándome un poco. Cojo algunas por ahí desperdigadas, más frías y negras, y voy formando una torre hasta que no caben más en el plato. Lo cubro con cualquier trapo polvoriento y me dirijo hacia la salida a prisas, jadeando. Justo cuando llevo la mano al pomo, el espejo me frena. Se me abre la boca al ver mi aspecto: grasiento, con la cara y pelo llenos de harina. No es lo peor: las ojeras consumen mi expresión, y mi pelo, siempre rubio y brillante, se ha apagado. Ah, y estoy descalza.

Me doy una ducha con calma. Cada gota duele un poco. No sienta bien estar de nuevo limpia, no como yo creía. Me pongo un abrigo grueso, un gorro de invierno y me calzo unas botas bajas. Ahora sí, agarro el plato, que ya no quema, y salgo.

El aire me sabe extraño, me huele extraño y me atiza extraño. Siento como si mi cuerpo ya no me perteneciera y como si mis piernas se movieran en una dirección que ni yo conozco. El sol cae sobre las fachadas amarillas de los edificios, en cuyos tejados, siempre rojizos, reposan los restos de la lluvia de madrugada. Veo una barquita abandonada a orillas del Arno, que refleja el colorido Ponte Vecchio con una certeza cristalina. Paseo despacio. Hago como que ignoro a la pareja de ancianos cogidos del brazo con el carrito de la compra. Hago como que no veo a André en las ondulaciones del río, que me sonríe y, luego, desaparece en la estela de una gaviota.

Llego frente al Toto’ antes de lo que pensaba. La agradable entrada de madera, custodiada por dos potos ya muy altos, me da la bienvenida. Entro. El restaurante tiene olor a café y a barbacoa. Flavio, que sale de una puertecilla limpiándose las manos en el mandil, me reconoce de inmediato.

—¡Pero bueno, Ellis! —Se acerca con una sonrisa compasiva. El bol de magdalenas frena su abrazo—. ¿Qué tal lo llevas?

Levanto el plato, sin ocultar el disgusto.

—He traído magdalenas. He hecho muchas y no cabían en la cocina. He pensado que te apetecerían.

Él sonríe de lado. Sé que se extraña, pero como buen camarero, Flavio siempre ha sabido guardar bien las apariencias.

—Claro. —Agarra el plato y levanta un poco el pañuelo de cuadrados –. Vaya, sí que hay un montón, gracias.

—Si quieres se las puedes regalar a los clientes.

—Es muy buena idea, Ellis. –Yo asiento. Continúa al ver que no le doy conversación—. Está bien que cocines… para distraerte.

—Sí, bueno… Parece que brotan solas. Es incontrolable.

—Sí, creo que te entiendo.

Dudo que lo haga, pero aun así, me tranquiliza.

—Poco a poco se irá pasando. Te lo digo yo, que lo sé bien. A él le hubiera gustado que fueras más feliz que nadie.

Y me hizo la mujer más feliz que nadie, asiento, y se me acristalan los ojos. Flavio siempre fue amable con nosotros, y se convirtió en uno de nuestros pocos amigos. Perdió a su madre hace tres veranos, justo antes de nuestra boda, pero nunca la sonrisa.

—Ya, eso lo sé. Pero bueno…

—Anda, te invito a un café y nos tomamos una de tus magdalenas,  ¿qué te parece?

Quiero decirle que no, por supuesto. Lo último que me apetece es que hable y hable sin parar sobre tiempos mejores que no van a volver ni siquiera al recordarlos. Pero entonces pienso en el sinsentido de azúcar que es mi casa y acabo cediendo. Flavio regresa tras unos minutos, con dos cafés con abundante espuma y olor a caramelo.

—Venga, que pruebo una. ¿Cómo es que te ha dado por la repostería?

—No lo sé. Salen solas.

—Ya…

Me mira con el ceño fruncido y parece captar al vuelo que no voy a hablar de André, ni voy a llorar en sus brazos, ni voy a contarle que aún no he limpiado el sofá ni he tirado el lienzo blanco que le costó la vida. Así que coge una magdalena y la examina, emitiendo ruiditos rumiantes.

—Tiene buena pinta. —Creo que miente.

Da un mordisco. Se le quedan las migas alrededor de los labios, confundiéndose con sus pecas. Mastica, satisfecho, y muerde otra vez.

—Está buena, eh. Yo diría que algo dura, tómalo como consejo profesional.

Han pasado cuatro días desde el velatorio y la casa sigue hecha un desastre.

Hace dos horas llamó al timbre la de enfrente. La llaman Nonna en el edificio, algunos de forma entrañable y otros con un poco burla, porque le gusta meterse en cada asunto del edificio. Tardó demasiado. Quizá estaba respetando mi luto.

“Me despierta el ruido del horno, ¿no podrías cocinar a una hora más decente? ¿Qué es esto?” Aparta una magdalena con el zapato, que sobresale de la puerta “¿Una magdalena? Qué raro. Por favor, no hagas tanto ruido.”

Ojalá pudiera hacer caso, pero es inevitable. Me siento en el sofá a mirar el lienzo vacío. Tengo que hacerme hueco entre los cojines porque las magdalenas ya han llenado el salón. He procurado dejar las puertas del baño, de la habitación de invitados y del dormitorio cerradas a cal y canto, así que el salón se ha llevado la peor parte. En la esquina del sofá manchado se agrupan magdalenas como hormigas, y de la tarima flotante ya no se puede ver nada.

El lienzo no me dice nada, porque no tiene nada. Ni una pincelada de óleo o carboncillo. Me pregunto qué misterio puede contener un bote de pintura y una superficie lisa, qué complicado puede ser agarrar el pincel y moverlo en alguna dirección, cualquiera, y crear. Él se veía tan guapo cuando se concentraba, con la lengua fuera de los labios y los rizos sobre la frente. Me gustaba escucharle respirar aceleradamente, contagiado por los olores aceitosos y colores escurridizos. Me pregunto qué tan importante puede ser un lienzo para quitarse la vida sin pensar, sin hablar, sin más.

Sin pensar en mí.

Se me empiezan a calentar las mejillas cuando, de nuevo, el timbre.

“Timmy me ha dicho que sale mucho humo desde la ventana de tu cocina, ¿todo bien? Ah, vale, vale, nos habíamos asustado. Ay, qué bien huele, ¿no? Ah… bueno, entonces me voy. Hasta luego.” Gio, la del ático, se marcha contorneando sus caderas resaltadas por sus mayas demasiado apretadas.

Me pregunto cuándo me volveré completamente loca.

“¡Qué sí, papá, que es verdad!” Oigo a través de la puerta los gritos de uno de los gemelos del tercero. “Perdona, Ellis, es que mi hijo se ha empeñado en que de tu terraza caen magdalenas… Ya sé que es una locura, pero me lo ha jurado y perjurado, ¿podrías decirle que…? Ah, perdón, te dejo hacer tus cosas”

Si pudiera quitar el timbre lo haría. Ya el horno suena con menos frecuencia, pero he dejado de recogerlas y de agruparlas. Campan por todo el salón. Han cubierto casi por completo la imitación de tamaño reducido de la escultura de Gormley, y comienzan a estorbar a la Yucca, que está más mustia estos días.

Vuelvo a mi sofá. Siento que los bollos me arropan, que ya han formado una masa entorno a mi hogar y forman parte de él. Me dan cierto calor, y el aroma, al menos, es dulce. Al menos no huele a pintura. Me acuesto, con la cabeza en el reposabrazos, y varias magdalenas caen. Una me rebota en la cabeza, y la agarro por inercia. Es la primera vez que tengo una directamente en la mano, piel con bizcocho. Está más mullida y dorada de lo que esperaba, y su forma de hongo es incluso bonita. Tiene suaves grietas y hoyos en su superficie montañosa y está salpicada por un poco de azúcar.

Presiono el pulgar y la uña se me hunde, formando una pequeña elevación en el bizcocho. Está tierna.

Parpadeo. Siento que me muevo a cámara lenta y lo que me rodea se mueve muy deprisa. Salivo y me doy cuenta de que tengo la boca seca. Solo quiero volver atrás. A cuando todo era normal. Cuando no era la pobre Ellis tirada en el sofá con un traje negro, rodeada de magdalenas y su amor muerto. Y sin embargo solo puedo ser eso. ¿Por qué estoy así? Siento la presión. Todos se acercan a mí esperando que me mueva o que haga algo. Que explote y reviente, llore, o grite. No me importa hacer mi papel. No me importa decir o hacer lo que se supone que debo hacer si así todo vuelve a la normalidad, pero no sé cómo se hace, no sé ser esa persona, no sé quién es esa persona.

Miro al lienzo blanco y tiemblo. ¿Cómo he acabado así? ¿Por qué estoy tan sola? ¿Dónde está André?

Suena el pitido del horno.

Con la mano temblorosa, acerco la magdalena a mi boca y muerdo el bizcocho con la delicadeza de un beso. Los trozos de azúcar se disuelven en mi lengua y un suave regusto a mantequilla me recuerda lo que es comer, comer de verdad, y no agarrar cualquier fruta o yogurt caducado de la nevera. Me la como con calma, hasta que no quedan más que unas pocas migas en mi palma. Me como otra en completo silencio, y otra. Y así, sin darme cuenta, se me humedecen las mejillas. El llanto y los sollozos interrumpen mi ingesta y toso desesperada. Entonces dejo de comer, dejo de tragar, y me encojo. No puedo parar de llorar.

Se escucha el tic tac del reloj por encima del silencio. Ya no llaman al timbre ni escucho el pitido del horno. Me seco las lágrimas con el dorso de la mano e intento que se me desentumezcan las mejillas moviendo la cara en distintas expresiones raras. Me limpio los mocos con la mano y miro alrededor. Ha caído la tarde y, agudizando el oído, escucho el agua del Arno fluir.

Me levanto y, tambaleándome, me acerco al lienzo. Lo toco con el índice. Rugoso, vacío, asqueroso. Me quitó a André. Me dispongo a romperlo, a darle un puñetazo y tirar sus restos por la ventana para que caigan al río, pero por alguna razón no lo hago. Lo cojo y lo levanto en el aire, dejando que se tiña del naranja que entra por las ventanas. Lo dejo en el suelo, quito mi retrato del hueco sobre la tele y pongo en su lugar el lienzo blanco. Retrocedo de espaldas, sin dejar de mirarlo. Estoy muy, muy cansada, pero aun así, no me siento de nuevo. No merece la pena, ni hay tiempo para descansar. No todavía. Aún hay muchas magdalenas que limpiar.

Alba Ardea
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Alba Ardea

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Soy Alba, tengo 22 años y me describo como un intento de escritora y artista en proceso. Actualmente curso cuarto de Bellas Artes y sigo escribiendo sin parar mi tercera novela. Me encuentro dividida y aferrada a mis dos pasiones: la escritura y el arte plástico, y son de estos dos mundos, tan vastos como interesantes, de los que más voy a hablar y compartir en “El Rincón de las Letras”.

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