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El Rincón de las Letras: Dejando Surcos

El Rincón de las Letras: Dejando Surcos

Dejando Surcos

Hinca el rastrillo en la tierra con fuerzas remanentes. 

Forma surcos lineales, grumosos, donde corre el agua del embalse a trompicones. 

El reguero llena el ambiente matutino con un runrún agradable, mientras los mirlos discuten en el cielo. 

Los caracoles, heraldos de la lluvia, se esconden entre las tuberías que transportan el agua del embalse al abandonado huerto, pequeño, escondido entre maleza. 

Rebusca pepinos entre hojas picajosas que no afectan a sus manos, llenas de callos por la edad. 

Encuentra tomatillos aún jóvenes, que ignora tras un susurro lleno de maldiciones. 

No crecen. Y probablemente, este año, tampoco lo harán.

 

“No comes verdura porque no quieres. Si quisieras, comerías verdura, pero no quieres” musita, mustio, murmurador, incansable. “Pero sí quisieras lo harías, lo que pasa que no te da la gana.”

 

Sus zapatos de tela parecen derretirse bajo el sol del mediodía, la suela de caucho pegándose al asfalto con una resiliencia admirable. 

Lleva un sombrero de paja. 

Siempre coge el mismo, con una cinta de terciopelo rojo, sencillo, con huecos por los se filtra el sol.

Su cara arrugada parece una vidriera. 

Tiene otra docena de sombreros colgadas de la pared central del porche, como si fueran lienzos.

El blanco de las paredes les hace adquirir una sensación de exposición. 

El silencio se extiende por las calles del pueblo. 

Lleva una bolsa repleta de lechugas, de “mala cosecha”, pues este año les está costando florecer

Unos cuantos tomates gordos, acelgas y pepinos rugosos como tierra molida. 

Una cigarra incansable llena el ambiente, mezclándose cada pocos segundos con un ladrido lejano.

 El calor abrasa. 

 

“Era un muchacho así, moreno, guapete. Y le vi por ahí correteando y me acerqué y le dije si quería una bicicleta.” “¿Así de repente?” “Así, de repente.” 

Me dice él, que ya anda con la garganta cascada por los años y su voz ronca y desgastada rasga las palabras con esa simpleza que solo concede la experiencia. 

Cuenta, con pausas marcadas para recuperar el aliento y sin las prisas de la ciudad, cómo están repoblando el pueblo con refugiados marroquíes que trabajan en los cultivos, los campos, la recogida, las granjas.

Habla de sus nuevos vecinos

De lo contento que se puso el chiquillo con su nueva bicicleta 

De cómo aprendió por primera vez a decir en español “gracias”. 

Habla de esa inocencia castiza que solo pertenece al pueblo.



A las tres, siesta. 

Aletargado, rígido sobre la cama, meciéndose por el calor del mediodía y el sonido sordo de las cigarras. 

A las seis, aunque el calor no escampa, baja a echar la partida. 

Son cinco en el pueblo

Amigos a los que dice conocer y de los que reniega en secreto.

Las cartas se superponen en la mesa con una pereza fatigada

Unas toses

Un comentario vago sobre el chiquillo de aquel

El huerto del otro

Un crujido de rodillas. 

La cena estará hecha cuando vuelva.



“Y nada, se sentaba junto a la lumbre cada mañana, con una jarrica de vino, o dos o tres, un trozo de tocino y queso y ala, al huerto.” 

Me cuenta él, distraído en cascar nueces con un martillo oxidado. 

Arrastra la mano apergaminada por la superficie del tronco donde destroza las cáscaras con crudeza y luego, las echa en un cubo de plástico. 

Las cáscaras se van acumulando en el fondo.

 

A las nueve, la televisión resuena en el porche, con la voz estridente de una presentadora y el sonido de los platos chocando. 

La puerta del patio está abierta para que entre el fresco, que arrastra olor al huevo frito que debe estar cocinando La Mari, la vecina. 

Un poco de jamón serrano

Unos pepinos cortados en rodajas que se comen casi sin mirar

Un poco de queso curado, durísimo. 

Restos del cordero del día de ayer, o anteayer

Y luego, la sandía. 

Lo acompaña con vino tinto, suave, que deja un sabor amargo en la lengua que se disuelve con el picor del pepino. 

Apenas hablan. 

El tenedor choca contra el plato rítmicamente, casi como si quisiera llenar un silencio que pierde gasolina 

Como un carburador roto. 

 

Las hojas secas se escarchan bajo el sol del verano y la plaza está desierta. 

“Muy mal. Está muy muy mal. 

Los tomates están muy altos, tienen mucha chicha pero poca flor. 

No cuajan con la calor.” 

Explica, con una decepción que aumenta conforme pasan los años. 

“Y la parra no está mal, pero tampoco bien. 

El año pasado es que era una bendición y eso estaba cosa buena, pero ahora…” 

 

Respira la noche tumbado en la tumbona del patio.

 De mimbre, áspera como un estropajo

Retiene las reminiscencias del olor a lumbre. 

Los grillos quejumbrosos se enlazan con el chisporroteo del agua mientras su mujer friega los platos en la cocina. 

Él piensa en las estrellas

En lo bonita que está la noche

Y en nosotros. 

 

 “Antes, antes no se quemaba na’. Y mira que íbamos todos al campo, con los olivos al lao’, y nos echábamos ahí la comida, los hombres se fumaban su tabaco y sus puros y ale, no pasaba na’” 

Dice él

Sus ojos anhelan el humo de ese tabaco. 

Lo sabroso de esas gachas con picatostes

Y ese vino caliente por el sol. 

Ya no fuma, solo ara la tierra. 

Y ara. 

Y ara.

Y sigue arando.

Alba Ardea

Alba Ardea

alba-ardea

Soy Alba, tengo 22 años y me describo como un intento de escritora y artista en proceso. Actualmente curso cuarto de Bellas Artes y sigo escribiendo sin parar mi tercera novela. Me encuentro dividida y aferrada a mis dos pasiones: la escritura y el arte plástico, y son de estos dos mundos, tan vastos como interesantes, de los que más voy a hablar y compartir en “El Rincón de las Letras”.

Sigue Cotilleando...

El Rincón de las Letras: Dejando Surcos

Dejando Surcos

Hinca el rastrillo en la tierra con fuerzas remanentes. 

Forma surcos lineales, grumosos, donde corre el agua del embalse a trompicones. 

El reguero llena el ambiente matutino con un runrún agradable, mientras los mirlos discuten en el cielo. 

Los caracoles, heraldos de la lluvia, se esconden entre las tuberías que transportan el agua del embalse al abandonado huerto, pequeño, escondido entre maleza. 

Rebusca pepinos entre hojas picajosas que no afectan a sus manos, llenas de callos por la edad. 

Encuentra tomatillos aún jóvenes, que ignora tras un susurro lleno de maldiciones. 

No crecen. Y probablemente, este año, tampoco lo harán.

 

“No comes verdura porque no quieres. Si quisieras, comerías verdura, pero no quieres” musita, mustio, murmurador, incansable. “Pero sí quisieras lo harías, lo que pasa que no te da la gana.”

 

Sus zapatos de tela parecen derretirse bajo el sol del mediodía, la suela de caucho pegándose al asfalto con una resiliencia admirable. 

Lleva un sombrero de paja. 

Siempre coge el mismo, con una cinta de terciopelo rojo, sencillo, con huecos por los se filtra el sol.

Su cara arrugada parece una vidriera. 

Tiene otra docena de sombreros colgadas de la pared central del porche, como si fueran lienzos.

El blanco de las paredes les hace adquirir una sensación de exposición. 

El silencio se extiende por las calles del pueblo. 

Lleva una bolsa repleta de lechugas, de “mala cosecha”, pues este año les está costando florecer

Unos cuantos tomates gordos, acelgas y pepinos rugosos como tierra molida. 

Una cigarra incansable llena el ambiente, mezclándose cada pocos segundos con un ladrido lejano.

 El calor abrasa. 

 

“Era un muchacho así, moreno, guapete. Y le vi por ahí correteando y me acerqué y le dije si quería una bicicleta.” “¿Así de repente?” “Así, de repente.” 

Me dice él, que ya anda con la garganta cascada por los años y su voz ronca y desgastada rasga las palabras con esa simpleza que solo concede la experiencia. 

Cuenta, con pausas marcadas para recuperar el aliento y sin las prisas de la ciudad, cómo están repoblando el pueblo con refugiados marroquíes que trabajan en los cultivos, los campos, la recogida, las granjas.

Habla de sus nuevos vecinos

De lo contento que se puso el chiquillo con su nueva bicicleta 

De cómo aprendió por primera vez a decir en español “gracias”. 

Habla de esa inocencia castiza que solo pertenece al pueblo.



A las tres, siesta. 

Aletargado, rígido sobre la cama, meciéndose por el calor del mediodía y el sonido sordo de las cigarras. 

A las seis, aunque el calor no escampa, baja a echar la partida. 

Son cinco en el pueblo

Amigos a los que dice conocer y de los que reniega en secreto.

Las cartas se superponen en la mesa con una pereza fatigada

Unas toses

Un comentario vago sobre el chiquillo de aquel

El huerto del otro

Un crujido de rodillas. 

La cena estará hecha cuando vuelva.



“Y nada, se sentaba junto a la lumbre cada mañana, con una jarrica de vino, o dos o tres, un trozo de tocino y queso y ala, al huerto.” 

Me cuenta él, distraído en cascar nueces con un martillo oxidado. 

Arrastra la mano apergaminada por la superficie del tronco donde destroza las cáscaras con crudeza y luego, las echa en un cubo de plástico. 

Las cáscaras se van acumulando en el fondo.

 

A las nueve, la televisión resuena en el porche, con la voz estridente de una presentadora y el sonido de los platos chocando. 

La puerta del patio está abierta para que entre el fresco, que arrastra olor al huevo frito que debe estar cocinando La Mari, la vecina. 

Un poco de jamón serrano

Unos pepinos cortados en rodajas que se comen casi sin mirar

Un poco de queso curado, durísimo. 

Restos del cordero del día de ayer, o anteayer

Y luego, la sandía. 

Lo acompaña con vino tinto, suave, que deja un sabor amargo en la lengua que se disuelve con el picor del pepino. 

Apenas hablan. 

El tenedor choca contra el plato rítmicamente, casi como si quisiera llenar un silencio que pierde gasolina 

Como un carburador roto. 

 

Las hojas secas se escarchan bajo el sol del verano y la plaza está desierta. 

“Muy mal. Está muy muy mal. 

Los tomates están muy altos, tienen mucha chicha pero poca flor. 

No cuajan con la calor.” 

Explica, con una decepción que aumenta conforme pasan los años. 

“Y la parra no está mal, pero tampoco bien. 

El año pasado es que era una bendición y eso estaba cosa buena, pero ahora…” 

 

Respira la noche tumbado en la tumbona del patio.

 De mimbre, áspera como un estropajo

Retiene las reminiscencias del olor a lumbre. 

Los grillos quejumbrosos se enlazan con el chisporroteo del agua mientras su mujer friega los platos en la cocina. 

Él piensa en las estrellas

En lo bonita que está la noche

Y en nosotros. 

 

 “Antes, antes no se quemaba na’. Y mira que íbamos todos al campo, con los olivos al lao’, y nos echábamos ahí la comida, los hombres se fumaban su tabaco y sus puros y ale, no pasaba na’” 

Dice él

Sus ojos anhelan el humo de ese tabaco. 

Lo sabroso de esas gachas con picatostes

Y ese vino caliente por el sol. 

Ya no fuma, solo ara la tierra. 

Y ara. 

Y ara.

Y sigue arando.

Alba Ardea

Alba Ardea

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Soy Alba, tengo 22 años y me describo como un intento de escritora y artista en proceso. Actualmente curso cuarto de Bellas Artes y sigo escribiendo sin parar mi tercera novela. Me encuentro dividida y aferrada a mis dos pasiones: la escritura y el arte plástico, y son de estos dos mundos, tan vastos como interesantes, de los que más voy a hablar y compartir en “El Rincón de las Letras”.

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