Como sabes, querida lectora, este año conmemoramos 50 años de la muerte de Pablo Picasso (1881-1973) y la ocasión se ha celebrado en museos y galerías de todo el mundo.
No es para menos, dada la tremenda relevancia que este artista ha tenido para la historia del arte. He estado dando un paseo por la última exposición de este ciclo, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, y he visto óleos, dibujos y grabados expuestos junto a otras piezas de arte que ambientan la época en que este pintor fraguaba en su cabeza uno de los mayores cambios estéticos.
Se admite que la primera revolución del arte contemporáneo la hizo Picasso cuando pintó Las Señoritas de Aviñón en París, en 1907. El artista mostró en un lienzo un grupo de mujeres desnudas en clave cubista, por primera vez. Fue todo un impacto en su época. Destrozaba las reglas académicas tradicionales, anulaba la tridimensionalidad del espacio, la perspectiva y el canon anatómico. Estas alteraciones se explican, en parte, por el impacto que le produjo conocer el arte africano, con sus máscaras y sus rasgos primitivos. Pero para llegar hasta ahí sufrió antes una transformación en su forma de mirar el mundo.
Picasso demostró ser un superdotado que se formaba -y se aburría- en la Real Academia de San Fernando de Madrid. Continuó sus estudios en el Círculo Artístico de Barcelona, se relacionó con el ambiente intelectual más libre de la ciudad en torno al café “Els Quatre Gats” y después viajó a París, centro de la modernidad. Colaboraba en revistas, ilustraba, hacía pruebas con collage, pintaba libremente a modelos desnudas y experimentaba con su trabajo mezclando técnicas y materiales. Lo interesante de esta exposición es que da a conocer su obra más temprana, la que hizo siendo muy joven.
En 1905 pintó un Desnudo sentado, que encontramos en la primera sala de la exposición del Reina Sofía.
Estamos delante de una imagen que representa una mujer joven, semidesnuda y escuálida, que es lo que más llama la atención. Picasso ha anulado el fondo y apenas ha insinuado el espacio con un trazo que indica quizá una cama o un diván. Allí está sentada la Mujer. Sola. Silenciosa. Triste. Está claro que el artista la conocía y ella ha accedido a posar para él aunque sin ser una modelo profesional, de cuerpo escultural. Ella es todo lo contrario. Es la imagen de la desolación, la penuria, el hambre bohemio.
Él ha pintado el conjunto con dos tonos de color difuminados, rojo y marrón. No le ha hecho falta más porque la escasez se ve en lo que falta. Y es que hay ausencia en este retrato, ausencia de alegría, de vida, de perspectiva física. Falta belleza corporal y matices de luz y color. Y, a pesar de todas las carencias, la figura de esta mujer nos atrapa. Su rostro es inexpresivo, pero nuestra mirada va a posarse directamente sobre su mano derecha, que es demasiado grande y tiene dedos muy largos. Esa mano, que destaca encima de la pierna, está hablando por sí misma. Está llamando al espectador. Yo creo que pide compasión, quizá cariño. Dan ganas de arropar a la joven con ternura, ¿no te da la misma impresión?
Y te recuerdo, querida lectora, que Pablo Picasso sólo tenía 24 años cuando experimentaba de este modo con la fuerza de las imágenes artísticas. En otra ocasión hablaremos de lo que llegó a hacer tiempo después.